Conflicto en Oriente Próximo
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Ricardo Mir de Francia
Periodista
Especialista en política internacional y reportero. Fue corresponsal en Washington durante una década, donde cubrió las presidencias de Obama, Trump y los inicios de Biden. Antes estuvo otros seis años en Oriente Medio. Licenciado en Periodismo por la Pompeu Fabra y con estudios de posgrado en Derecho Internacional, se ocupa actualmente de la guerra en Ucrania. Interesado también en temas de investigación, geopolítica de la energía, cambio climático y economía.
Nadie olvidará nunca la noche del 26 de febrero de 2023 en Huwara, un pueblo palestino de más de 6.000 habitantes en el norte de Cisjordania. Horas después de que dos colonos judíos fueran abatidos a balazos en la carretera que divide la población por un palestino de la resistencia armada en Nablus, centenares de colonos llegaron en tropel al pueblo. Armados, encapuchados y dispuestos a quemarlo todo. "Llegaron enloquecidos y acompañados del Ejército, que les dio licencia para hacer casi todo todo", recuerda ahora Basel Dmaidi. Durante unas horas incendiaron viviendas, comercios y vehículos, saquearon cuanto quisieron y apalearon con palos y barras de hierro a decenas de palestinos. Cuando las llamas se apagaron, 25 casas, 70 negocios y 90 coches habían ardido. Un vecino había muerto de un disparo en el pecho y muchos otros estaban heridos.
El ataque fue tan salvaje que el Ejército israelí llegó a describirlo como un "pogromo", el término derivado del ruso que empezó a emplearse en el siglo XIX para describir las masacres de judíos en el Imperio Zarista, perpetradas con la intención de limpiar étnicamente las comunidades donde vivían. "Fue una Noche de los Cristales Rotos", dijo uno de los soldados presentes aquella noche, mientras Breaking the Silence, la organización de exmilitares israelíes activos contra la ocupación, lo describió como un acto de "violencia aprobada por el Estado". Ninguno de sus responsables ha sido castigado y eso que participaron más de 400 colonos. Pero aquel no fue más que un ataque más, por más que fuera el más atroz. Huwara está bajo asedio constante desde agosto de 2022, cuando uno de sus vecinos se atrevió a colgar la bandera palestina en lo alto de una casa.
La principal calle comercial del municipio, donde quedan restos de vida chamuscada, es hoy un desierto. Soldados israelíes pertrechados para el combate patrullan en grupos y se asoman desde cualquier agujero apuntando con rifles automáticos. Todos los negocios están cerrados y no hay un alma por esa calle-carretera que divide en dos Huwara. El 5 de octubre, dos días antes de que Hamás le declarara la guerra a Israel con más de un millar de muertos en la periferia de Gaza, el Ejército le echó el candado. Zona militar cerrada. Ese mismo día otra turba de judíos mesiánicos atacó el pueblo y un palestino que trató de proteger a su familia recibió tres disparos de un francotirador del Ejército. Los vecinos no pueden desde entonces pisar la calle si no es para cruzarla. Tampoco atravesarla en coche. Para evitar tentaciones, los soldados han bloqueado todos los accesos desde el pueblo con montoneras de tierra y piedras.
Una veintena de ataques en un mes
"La gente que vive allí no puede salir de casa y son unas 2.500 personas", dice Basel Dmaidi, el encargado del Departamento de Educación en el pueblo y uno de los vecinos de la que solía ser la calle más viva de Huwara, por la que transita la principal carretera que comunica el norte con el sur de Cisjordania. "Yo estuve encerrado 18 días en casa con mi familia hasta que nos quedamos sin comida. Desde entonces, cada vez que tengo que cruzar, les pido a mis hijas que se suban a la azotea para vigilar y, cuando ven que no hay colonos ni soldados, me avisan para que la atraviese". En poco más de un mes, el pueblo ha sido atacado una veintena de veces, según los vecinos.
La indefensión es profunda, el terror cotidiano. "Esta gente llega armada hasta los dientes y aquí nadie tiene armas ni nadie que nos proteja", dice Dmaidi. Huwara pertenece a ese 60% de Cisjordania bajo control total de los militares israelíes. La policía palestina no tiene aquí jurisdicción, una de las muchas bondades de los Acuerdos de Oslo. Sus cuatro colegios llevan más de un mes cerrados por temor a que sean atacados por los colonos. Lo mismo que otros 16 centros educativos de la región al sur de Nablus. No sería la primera vez. Al menos dos colegios de esta zona han ardido a manos de los pirómanos judíos en los últimos tres años.
También la economía está siendo destruida a marchas forzadas, con todo cerrado en varios kilómetros y la prohibición para que los palestinos del resto de Cisjorania puedan entrar en Huwara. "No hay nada que hacer. Casi todo el mundo se ha quedado sin trabajo y los funcionario no cobramos porque la Autoridad Palestina (ANP) está esperando a que Israel le transfiera lo que le debe en materia de impuestos", dice Dmaidi desde un local comunitario donde los vecinos han instalado cinco camillas para atender a los heridos. Delante tiene a un hombre que perdió tres dedos hace dos semanas, cuando le dispararon unos colonos mientras caminaba por la calle principal para recoger unas cosas del coche.
Amenazas de limpieza étnica
Los cerros de Huwara están rodeados de asentamientos judíos, ilegales para la comunidad internacional, lo que no ha impedido que más de 460.000 israelíes vivan actualmente en la Cisjordania ocupada. La colonización es una política de Estado. En esta región viven algunos de los colonos más radicales, repartidos por el monte en caravanas, la vanguardia de la campaña de limpieza étnica que se ha acelerado desde el inicio de la guerra en Gaza. "No nos quieren aquí. Repiten que el 'árabe bueno, es el árabe muerto'", dice un vecino. El ministro israelí de Finanzas dijo en marzo que Huwara debería ser "borrada del mapa". Y en las últimas semanas los colonos han distribuido panfletos pidiendo a la población que se marche a Jordania porque su paciencia se está acabando. "Queríais una guerra, tendréis una gran Nakba", dicen los pasquines en alusión a la expulsión de 750.000 palestinos de sus hogares en 1948.
En uno de los extremos del pueblo vive Moataz Qusrawi, rodeado de olivares, higueras y dos asentamientos. Qusrawi ha tenido que enrejarse las ventanas y ponerse cuatro cerraduras en la cancela de la entrada. Los colonos atacan su casa con regularidad con lluvias de piedras y amenazas. Sobre todo por la noche. Las muescas de las pedradas todavía se ven en varias habitaciones. "Vivimos bajo un terror constante, es todo muy estresante y nos cuesta dormir a toda la familia", dice este mecánico, padre de cuatro hijos. Su niño de cuatro años ha dejado de hablar con normalidad. Cada vez que oye la palabra colono, corre a esconderse en una habitación y llora.
Los extremistas judíos, casi siempre escoltados por los militares, tampoco dejan a los vecinos recolectar sus olivares. Les prenden fuego o les roban las cosechas. Pero nadie hace nada. La impunidad es total. "Nos quieren echar, pero no nos vamos a ir. Esta es nuestra tierra y nos quedaremos hasta las últimas consecuencias", dice Qusrawi repitiendo el mantra generalizado en Huwara, la capital del pogromo.
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