Calais, la Melilla francesa

Unos inmigrantes pernoctan en una nave industrial de Calais.

Unos inmigrantes pernoctan en una nave industrial de Calais.

EVA CANTÓN / CALAIS

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Buscan el futuro al otro lado del Canal de la Mancha y solo quieren recorrer los últimos 32 kilómetros que les separan del Reino Unido, pero vencer ese tramo final, lograr colarse en alguno de los camiones que cruzarán esa distancia en ferris o a través del eurotúnel, les puede costar meses e incluso años. Algunos no lo lograrán jamás. Mientras lo intentan, con o sin ayuda de las mafias, malviven en gélidos descampados, en el bosque, en las oquedades del cemento bajo el puente de la autopista o en edificios abandonados con la amenaza permanente del desalojo. Jóvenes eritreos, etíopes, sudaneses de Darfur, afganos, iranís y sirios que han llegado huyendo de la guerra, el acoso, la violencia o el hambre, aguardan su turno en la ciudad portuaria de Calais, en Francia, donde es difícil saber cuántos hay -la prefectura los cifra en cerca de 2.500-, y es fácil darse cuenta de que su situación es un auténtico drama humanitario.

«Cuando llegué aquí, lloré durante tres días. No era esto lo que yo imaginaba ¿De verdad estoy en Europa?». Hiwet Samuele, una joven eritrea de 21 años que ha dejado más de 9.000 euros en manos de las mafias, jugándose la vida primero en el desierto del Sinaí y luego en las aguas del Mediterráneo -donde hasta el 1 de diciembre del 2014 habían muerto 3.419 inmigrantes intentando llegar a Europa, según la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR)-- se hace una pregunta retórica.

Lleva un mes y medio en la jungle, el nombre con el que han sido bautizados los campamentos desperdigados por los alrededores de Calais, donde los inmigrantes se agrupan por nacionalidades. «La vida es lo que estás viendo ahí fuera. Por la noche te hielas», dice. Lo que se ve «ahí fuera» es un paisaje de tiendas de campaña, muchas de ellas una simple lona de plástico negro sobre un armazón de ramas de árbol frente a una vieja y contaminante industria química. Un terreno, a escasos metros de una antigua vía de tren, que la lluvia convierte en un barrizal. Desperdicios y basura, porque las bolsas de plástico son más útiles para proteger de la humedad sus escasas pertenencias. No hay agua potable, no hay duchas ni servicios. De ahí la urgencia por pasar al otro lado del Canal y probar suerte.

UNA ALAMBRADA

«Quiero pedir asilo en Inglaterra, porque si lo pido aquí tengo que quedarme en la tienda hasta que me acepten. Los franceses nos traen comida, mantas y de todo, pero en Francia no hay futuro», explica Hiwet, que muestra orgullosa el interior de su cabaña, ordenada con mimo y forrada con una manta de rayas azules. Francia ha sido en el 2014 un país de tránsito, más que de acogida. Ha aceptado 65.000 solicitudes de asilo, solo un 17% de las presentadas, mientras que en el Reino Unido el porcentaje fue del 38%, según Eurostat. Como el Reglamento comunitario Dublin II obliga además a presentar la solicitud en el primer país europeo en el que se les toman sus huellas dactilares, la mayoría quiere pasar al Reino Unido antes de iniciar cualquier petición.

Sin embargo, Londres endurece su legislación migratoria al calor de los extremistas del UKIP y cerró un acuerdo con París este verano para reforzar con una alambrada metálica y 15 millones de euros los controles en el puerto de Calais. «¿Va a tener Francia su Ceuta y Melilla en Calais?», denuncian el Movimiento Emmaus y la Organización a favor de una Ciudadanía universal. «Tienen que dejar de fortificar Calais y abrir sin tardanza un diálogo con las autoridades británicas para que admitan las solicitudes de asilo», se quejan las organizaciones.

«VUELVO A IRÁN» / Vencidos por la evidencia de las estadísticas, algunos inmigrantes se rinden. Es el caso de un joven iraní que prefiere no dar su nombre. Fue expulsado del Reino Unido en el 2013 tras denegársele el estatuto de refugiado y tramita su vuelta a Irán, aunque sabe que se arriesga a ser perseguido. «No tengo otro remedio. Inglaterra no me aceptó y estoy fichado en Italia. He tomado la decisión y vuelvo a Irán. Es difícil, pero la he tomado. Aquí no hay vida. Hace frío, no hay comida, no hay nada», dice hundido en la tristeza mientras toma un té en compañía de un grupo de afganos.

Por la carretera que bordea el campamento, dos furgones de la policía patrullan a diario para comprobar que no hay altercados, porque a veces la tensión deriva en peleas. Al borde de la misma carretera, Christine, una activa jubilada que ejerce de voluntaria para Médicos del Mundo es rodeada por una nube de jóvenes que desde que empezó el invierno le preguntan lo mismo al verla: «¿Traes zapatos?». Pero esta vez no hay zapatos. La última colecta organizada por la asociación Calais Apertura y Humanidad les lleva comida. Una solidaridad con la que los calesianos tratan de paliar la flagrante ausencia de los poderes públicos; oenegés como Salam distribuyen a diario unas 800 raciones de platos calientes y una pieza de fruta.