DESAFÍO A LA AUTORIDAD SUPREMA DEL RÉGIMEN
El ayatolá Alí Jamenei, sin el carisma de Jomeini, se ha labrado el apoyo incondicional de los militares ante el recelo de parte del clero
Es el poder. El guía supremo, el auténtico hombre fuerte. Suya es la última palabra, la que fija la línea del régimen en todo lo importante, desde que sucedió al ayatolá Jomeini en la cumbre del sistema teocrático iraní, en 1989. Pero el ayatolá Alí Jamenei (Machhad, 1939) no es Jomeini. Por eso hay quien osa tratar de subírsele a sus largas y blancas barbas, con la bendición de parte del clero.
Mediáticamente discreto y mucho menos carismático que su antecesor, Jamenei es en cambio un auténtico animal político. Destacado opositor al régimen del sah y fiel allegado a Jomeini, no dudó en interpretar el fracaso del atentado que sufrió en 1981 –en el que perdió la movilidad del brazo derecho– como una señal de que Dios le había«salvado y conservado para asumir responsabilidades mayores».
Navajeo en el régimen
Ese mismo año, en plena guerra contra Irak (1980-88), Alí Jamenei fue elegido presidente. Pero en los escalones por debajo del ayatolá Jomeini y su incontestada aura de fervor popular y religioso se practicaba el navajeo. El primer ministro de la época no era otro que Mirhusein Musavi. No había sintonía ni con este ni con Alí Akbar Hachemi Rafsanyani, la otra figura emergente del régimen, muy bien relacionada en la ciudad santa de Qom, que viene a ser –salvando las distancias– el Vaticano chií. Así las cosas, a Jamenei no le quedó otra que mirar hacia el otro gran poder de la República Islámica, el militar, y tejer sus redes de influencia en el entorno de las Fuerzas Armadas, y en especial de los Guardianes de la Revolución.
A la muerte de Jomeini le siguió la caída en desgracia –porblando– del ayatolá Montazeri, su delfín. En junio de 1989, la Asamblea de Expertos eligió a Jamenei como nuevo guía supremo, designación recibida con escaso entusiasmo en Qom. De hecho, su fulgurante carrera política llevaba un par de marchas más que su trayectoria religiosa, con lo que una vez ya en el poder hubo de alcanzar el preceptivo grado de ayatolá a toda prisa. Esta es una de las grandes recriminaciones por parte de sus detractores entre el clero.
Pero a este reproche le seguirían otros. Con Jamenei, la figura del guía supremo amplió su papel político y creó una estructura que controla con discreción –o más bien secretismo– todos los resortes del poder. Y aunque el principio de la preeminencia del poder religioso sobre el político ha permanecido intocable, los Guardianes de la Revolución tomaron posiciones. Ahmadineyad, sin ir más lejos.
Una bola de nieve
El furibundo antiamericanismo de Jamenei le acerca además a las corrientes fundamentalistas. Defensor del rigor moral en oposición a la «decadencia» de Occidente y temeroso de su «contaminación cultural», el guía supremo considera que «el mundo islámico no necesita recetas erróneas sobre los derechos humanos y el poder del pueblo».
Por si quedaba alguna duda, el bloqueo sistemático de las iniciativas reformistas durante la presidencia del clérigo Mohamed Jatami (1997-2005) reflejó con claridad que Jamenei renunciaba al papel de árbitro en la pugna entre los muy moderados aperturistas y los ultraconservadores. Pero es ahora, con su alineamiento a ultranza con Ahmadineyad, expresado ayer con toda contundencia, cuando se pone a prueba como nunca la capacidad que se le supone de concitar la adhesión inquebrantable del pueblo iraní. Aunque el movimiento reformista de los Musavi, Jatami y Rafsanyani ni de lejos pretendía cuestionar ni la figura del guía supremo ni la natuiraleza del régimen, la crisis desatada por el contestado escrutinio electoral se ha convertido en una bola de nieve de trayectoria muy difícil de prever. Y Jamenei no es Jomeini.
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