Frida Kahlo

El armario del mito

Una galería de Londres pulsa el dolor, la creatividad y la fuerza de la artista a través de sus vestidos y objetos íntimos

Frida Kahlo murió en 1954 y Diego Rivera metió sus pertenencias en un baño de la Casa Azul.

Frida Kahlo murió en 1954 y Diego Rivera metió sus pertenencias en un baño de la Casa Azul.

POR NOELIA SASTRE

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Si la hubiera conocido no le habría hecho ninguna pregunta. Solo querría mirarla y tocar su cuerpo». Esa es una de las conclusiones a las que llegó la japonesa Ishiuchi Miyako después de fotografiar los objetos personales de Frida Kahlo, la artista mexicana más universal, cuya vida fue un compendio de arte, dolor, color, enfermedad, fotografías, cejas salvajes y exceso. Y claro, también un tormentoso matrimonio con el muralista Diego Rivera, salpicado de cuernos y abortos.

Cuando Frida murió en 1954, fue él quien decidió meter sus pertenencias en un baño de la Casa Azul de Coyoacán, el hogar que compartieron en el DF, museo de la artista desde 1958. Lo cerró y ordenó no abrirlo hasta que pasaran 15 años de la muerte de Rivera. Él falleció en 1957, pero esa puerta no se abrió hasta el 2004, cuando el museo decidió organizar y catalogar el contenido. Ocho años después, en el 2012, Circe Henestrosa, comisaria de la exposición Las apariencias engañan: los vestidos de Frida Kahlo, invitó a Ishiuchi Miyako a fotografiar estas piezas. Más de 300 reliquias nunca vistas de la vida de Kahlo.

La eligió por su sensibilidad y su línea de trabajo. En su serie Mother's (2000-2005), Ishiuchi Miyako inmortalizó los objetos personales de su madre, y desde el 2007 documenta la ropa y demás pertenencias de las víctimas de Hiroshima. Cosas que dejaron atrás como individuos y como sociedad. Prendas que evocan la vida y memoria de quienes las llevaron, pero también el clima de la sociedad de posguerra en Japón. Ahora sus imágenes de Frida se exponen, hasta el 12 de julio, en la galería londinense Michael Hoppen.

La huella que dejamos

«Como en anteriores trabajos de Ishiuchi Miyako, el poder del retrato descansa en la ausencia del sujeto y refleja las huellas que todos dejamos en nuestras pertenencias», señala desde Londres Clemency Cooke, directora de la galería. Cuando la fotógrafa aceptó este reto sabía muy poco de Frida. Aterrizó en México para documentar su archivo íntimo y fue conociéndola a través de sus fotos. «Carne o tela, las cicatrices son las mismas. Me atraen porque son como una fotografía: actos visibles grabados en el pasado», confiesa la fotógrafa. «Uno de los aspectos más interesantes de esta serie es que abordó el proyecto sin ideas preconcebidas, sin ser consciente del poder de Frida como icono cultural. La conoció a través de sus pertenencias y trata cada pieza como si tuviera su propia personalidad», apunta Cooke.

Todo está en la Casa Azul, donde Frida nació y murió. Allí contrajo la polio cuando era niña, enfermedad que dejó su pierna derecha más corta y delgada que la izquierda. Allí pasó una convalecencia de nueve meses cuando un accidente la dejó marcada de por vida. Tenía 18 años cuando el autobús en el que iba colisionó con un tranvía. Sobrevivió pero se rompió la columna, la pierna por 11 sitios, el pie derecho, la pelvis, la clavícula y las costillas. Su madre colocó un espejo en el techo, donde Frida se reflejaba desde la cama. Allí empezó a pintar. A pintarse. «Nunca pensé en coger un pincel hasta ese momento», declaró la artista, que hizo sus primeros retratos por puro aburrimiento. «Yo sufrí dos graves accidentes en mi vida. Uno en el autobús que me tumbó al suelo. El otro es Diego Rivera», diría después.

En esa misma habitación colocó fotos de Lenin, Stalin y Mao. En el estudio, un caballete que le regaló Nelson Rockefeller. En su dormitorio, una colección de mariposas obsequio del escultor japonés Isamu Noguchi. Repartidos por la casa están los corsés, muletas y medicinas, huellas del sufrimiento y las operaciones. Los juguetes, vestidos y joyas hablan de la Frida coleccionista, amante de la cultura mexicana, prehispánica y popular.

Para disimular defectos llevó siempre los tradicionales vestidos largos. Los tacones son irregulares. Y cuando le amputaron la pierna, en 1953, diseñó una de plástico con una bota roja de cordones a la que ató un cascabel. Cuentan sus amigos que cuanto más dolor sentía, cuanto más avanzaba su discapacidad, más elaborados eran sus trajes.

Con su trabajo, Ishiuchi Miyako presenta a la mujer detrás del icono: sus gafas de ojo de gato, su caja de maquillaje, sus pintaúñas, su bañador verde menta, el corsé pintado con la hoz y el martillo, los guantes negros de terciopelo, las faldas de seda y encaje, las botas rosas, el vestido del pueblo  zapoteca. «La forma de sus zapatos -concluye la fotógrafa- demuestra que Frida aceptó las cicatrices físicas con las que cargó toda su vida. Y convirtió algo negativo en positivo».