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Martí Saballs Pons

Martí Saballs Pons

Director de Información Económica de Prensa Ibérica.

A los turismofobos les debe de encantar Bután

¿Adónde viajan aquellos que se oponen a los turistas? ¿O no viajan ni siquiera fuera de su barrio? Hay que saber los riesgos y los límites que puede desencadenar el control de la oferta turística

Jigme Khesar Namgyel Wanchuck, rey de Bután, y su esposa, la reina Jetsun Pema

Jigme Khesar Namgyel Wanchuck, rey de Bután, y su esposa, la reina Jetsun Pema

Desde Partha Dasgupta, el economista del medio ambiente, hasta Jordi Canals, ex director general de la escuela de negocios IESE. En cualquier conversación o debate sobre cómo podemos gestionar el turismo de masas, la respuesta es siempre la misma: vía precios.

Un ejemplo extremo: ¿por qué Bután obliga a pagar 100 dólares al día en concepto de peaje sostenible a cualquier visitante que haya obtenido el visado (cuesta 40 dólares)? Porque quiere controlar el nivel del viajero y evitar que ocurra como en otros países del entorno, como Nepal, absorbedores de un ingente turismo mochilero.

Al peaje de entrada, además, hay que sumar el alojamiento y otros gastos, que tampoco son baratos. Considerado como uno de los países más tradicionales del planeta, de profundas raíces budistas, lidera algunos ránkings de felicidad. Desde 2008 es una monarquía parlamentaria. Que haya más plazas hoteleras y generar más ingresos turísticos les interesa bien poco.

Para no ir tan lejos, los altísimos precios también son un peaje de entrada para viajar a los países escandinavos. Hay que rascarse el bolsillo para pagar cualquier café. Lo mismo ocurre con las visitas a algunos de los mejores museos del mundo y a los monumentos más emblemáticos. Subir al Empire State Building cuesta 79 dólares. Compare con los 20 euros de los Museos Vaticanos y los 36 de la Sagrada Familia y sus torres.

Otro caso paradigmático que empieza a ser estudiado por otras ciudades: entrar en Venecia cuesta cinco euros, aunque es gratis para los menores de 15 años. ¿Acabarán pagando los turistas para entrar en el centro de aquellas ciudades ya masificadas? Y, si es así ¿cómo se controlará? ¿O se pagará solo por entrar -la propuesta de pagar la entrada a la plaza de España de Sevilla fue un globo sonda- en lugares emblemáticos?

Estar radicalmente en contra de la turismofobia, pensar que los defensores del Tourist go home son tristes ciudadanos que, imagino, no salen de su barrio para ser coherentes con su papanatismo ideológico, no excusa la búsqueda de soluciones a unos problemas.

Quienes empezamos a viajar en tren por media Europa gracias al Interraíl -hoy cuesta 522 euros un mes- nunca imaginamos que años después, pandemia y renacimiento inflacionista mediante, viajar fuera tan barato. Familiares, amigos, conocidos, todos hemos disfrutado del low cost. Personas que se levantaban por la mañana temprano para ir a pasar el día y comprar en Milán. O cazadores de gangas de fin de semana. Aún es más barato y -si el espacio aéreo lo permite- se tarda menos tiempo en ir a Centroeuropa que acercarse a los Pirineos o a según qué punto de la Costa Brava.

No es necesario citar la ristra de ventajas que supone el turismo para un territorio. Para España es nuestro petróleo y, tal como se espera, este año se batirá un nuevo récord histórico de llegadas: la barrera de los 90 millones podría superarse. El turismo genera crecimiento, creación de empresas y empleo. La diversificación habida en los últimos años más allá de la bendición del sol y playa ha sido todo un éxito. Y si no, que pregunten en Madrid y otras ciudades del interior. Visitar piedras, practicar el senderismo y apreciar la buena gastronomía ayuda.

¿Cuál es entonces el problema principal? La masificación de zonas concretas. Todos los expertos consideran que el turismo debe pagar más. Hoy cruzar la frontera de Francia a España por el Mediterráneo cuesta cero gracias al levantamiento de peajes de la AP7. De una vez, hay que instalar una euroviñeta o hispanoviñeta.

El exceso de vuelos y los cruceros también son criticados y no solo por los turismofobos. Barcelona, por ejemplo, apostó por ser origen y destino de low cost. Múnich, por ejemplo, no. ¿Hay que limitar los vuelos baratos? ¿Hay que empezar a aplicar más tasas para volar por su repercusión en el medio ambiente? ¿También para los cruceros?

Sin embargo, donde han saltado todas las alarmas por el efecto que tiene en la convivencia vecinal es en la oleada de oferta de apartamentos turísticos, pensiones de todos los colores más el alquiler alegal de habitaciones y otras componendas. Antes, a los seguidores de quie fue alcaldesa de Barcelona les bastaba con defender parar la oferta hotelera o de introducir más tasas; ahora, ya no. Mientras se combatía indiscriminadamente contra los hoteleros, surgía otra oferta que hoy pretende regularse. Y, quién sabe, intentando poner puertas al campo.

Nos molesta ver en nuestros barrios escandalosos borrachos de fin de semana que ocupan la vía pública. Y a nadie nos gustaría que nuestro vecino les alquilara su piso para sacarse unos euros. Pero solo con fobias no se arreglarán los problemas de orden público. Seleccionar qué tipo de turistas quieres solo es posible si se imita el ejemplo de Bután o los precios suben aún más (para todos).