Opinión | Barraca y tangana

Enrique Ballester

Pero qué le pasa a este niño, por Enrique Ballester

Fermín celebra un gol en los Juegos Olímpicos.

Fermín celebra un gol en los Juegos Olímpicos. / Efe

Cuando estaba a punto de hacer todas esas cosas que había aplazado hasta que acabara la Liga, empezó la Eurocopa. Cuando estaba a punto de hacer todas esas cosas que había aplazado hasta que acabara la Eurocopa, empezaron los Juegos Olímpicos. Y cuando mi propósito no podía ser más firme, cuando esta vez de verdad iba a ser la buena, resulta que ha empezado de nuevo la Liga.

Los Juegos Olímpicos me gustan más que la Fanta de Naranja porque soy un típico niño de Barcelona 92. La noche de aquella ceremonia de clausura di un susto de muerte a mi familia. Estaba sentado en un rincón del sofá, mirando la tele con mi silencio característico, cuando asomaron las lágrimas. Lloré haciendo ruiditos, lloré atrapado por un pesar creciente que tiraba hacia el desconsuelo, lloré y lloré y mis padres, mis tíos y mi abuela recordaron mi presencia, alterados, de súbito.

Pero qué le pasa a este niño. Está llorando este niño. Por qué no habla este niño. Le duele algo a este niño. Está medio tonto este niño.

Este niño era yo con nueve años llorando de pena, llorando porque terminaban los Juegos Olímpicos y llorando de una manera quizá absurda, pero honesta. A lágrima viva.

Han pasado décadas y podría decir que los Juegos Olímpicos es lo único que me sigue gustando de una manera tan plena, y tan limpia. Y lo de la limpieza tiene mérito porque sigo entrando a Twitter, que igual cambió de nombre a X porque 'cubo de mierda monetizada' ya estaba registrado en la registrería. De alguna manera, hemos pasado de disfrutar mucho ahí con cosas que nos gustaban poco (la Superbowl, los Oscar, Eurovision, todo eso), a tratar de seguir disfrutando con cosas que nos gustan mucho (el fútbol, los Juegos Olímpicos, etc.) a pesar del estercolero malintencionado de X, y ahora ya no lloro, pero también da un poco de penita.

El caso es huir de los que quieren sacar lo peor de nosotros y a la vez sacar ese otro 'peor' de nosotros, más inofensivo. X aún me ha servido para comentar cuántas veces nos ha salvado un Camello cuando parecía que la fiesta había terminado, como en la prórroga del Francia-España; o para compartir el cartel de Alcarràs y decir que llevaba hora y media viéndola sin que apareciera ni una raqueta ni una pelota de tenis; o para apuntar que lo mejor de Jon como golfista es que se acuerda de cada palmo del campo: he aquí la famosa memoria Rahm.

Pero qué le pasa a este niño. Está medio tonto este niño. Por qué tuitea este niño.

Por mucho tiempo que pase, los Juegos Olímpicos también conservan la fascinación de lo desconocido. Intuyo que no soy el único que no sabe quién va ganando un combate de boxeo, ni quién tiene ventaja cuando caen los dos del judo, ni quien va corriendo en la marcha. De las notas del salto de trampolín, de la gimnasia o de la natación artística ni hablamos, pero da lo mismo. El misterio invita al ejercicio de fe. Todo es posible durante las semanas olímpicas. De hecho, consiguen que yo sea feliz madrugando para ver el triatlón, el bádminton o la esgrima, donde por lo visto el trash talking consiste en llamar malandrín al rival, una injuria punzante y precisa.

Pero bueno. Como aprendimos en 1992, todo termina. Vuelve la Liga, vuelve el odio al despertador, vuelve la procrastinación, vuelve esta columna y vuelve la rutina. 

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