El Tourmalet

Descubran quién es el héroe del Tour

Tourmalet por Sergi López Egea

Tourmalet por Sergi López Egea / EPC

Sergi López-Egea

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Uno organiza la cacería y el otro lo remata. Uno se lleva los premios, las sonrisas y el sentimiento de que miles y miles de niños quieren ser como él cuando se hagan mayores: eterna sonrisa, los mechones de su cabello saliendo por los orificios del casco y un peluco estratosférico en la muñeca. Uno acapara todo -cuando gana y hasta cuando pierde- y se convierte por méritos propios en el Eddy Merckx del siglo XXI. Y el otro, con dos Tours en el bolsillo y aunque no gane este con la sensación de que dará guerra hasta el último reducto, se queda con la sensación de que es el perdedor, al que todos quieren verlo derrotado y, aunque no caiga mal, el que corre con la sensación de que si gana ni fu ni fa.

Pogacar es el divo, el arte hecho ciclista. ¿Y qué es Vingegaard? Pues quiero ser como el abogado de las causas perdidas: es el alma de la carrera, porque si él no estuviera aquí, el Tour sería tan aburrido como fue el Giro, un ser superior que gana cuando quiere y de la forma que quiere, sin nadie bailando a su son, campando a sus anchas, haciendo lo que le da la gana y el que deja la carrera sentenciada a la segunda etapa.

Uno necesita del otro

Pogacar necesita a Vingegaard para que sus victorias sean más grandes si cabe, porque no gana a un corredor que tiene en el Plateau de Beille o en Pla d’Adet su tarde de gloria y luego si te he visto no me acuerdo. Falso. Vence al único que le ha derrotado, el único que se atreve a tocarle la cara, a hablar su misma lengua y a subir por rampas casi de garaje a una velocidad de vértigo.

El año ciclista 2024 quedó marcado por una tarde maldita en un puerto alavés que se denominaba Olaeta. 4 de abril, jueves, cuarta etapa de la Itzulia, la denominación de la Vuelta al País Vasco. Caen todos los favoritos y, entre ellos, Vingegaard que se lleva la peor parte: se rompe la clavícula, un dedo de la mano y un montón de costillas que al astillarse penetran en su pulmón y le causan un neumotórax. Se pasa 12 días en el hospital, parte de ellos en cuidados intensivos y sale emblanquecido con la masa muscular hecha añicos y con todo el trabajo deportivo a la basura.

Pero abandona el hospital vivo, con el alta anunciando que en unas semanas ya estará curado y con el miedo sobrevolando en su cerebro porque creyó que moría y su mujer, que lo estaba viendo por la tele, lo vio tan negro que pensó que el hijo que llevaba en el vientre nunca llegaría a conocer a su padre.

Salvar la vida

Lo que menos importó en ese momento era el ciclismo, el deporte, el futuro de uno de los grandes deportistas de la actualidad. Lo único que valía era salvar la vida, dando igual si volvería o no a montar en una bici para luchar por el jersey amarillo del Tour, que llevó los dos últimos años y que ahora viste Pogacar con la sensación de ir diciendo que santa Rita lo que se da no se quita.

Uno necesita del otro y Pogacar precisa que esta última semana que comienza el martes Vingegaard no se rinda y vuelva a reventar como no se recuerda al pelotón del Tour, hasta el punto de que seguro que hay algún corredor que los odia, porque una cosa es ganar y la otra es destrozarlos.

Por eso, aunque los niños le pidan más autógrafos y más selfies, hay que ensalzar a Vingegaard al igual que a Pogacar. Por eso, merece ser el abogado de las causas perdidas y porque por muy fuerte que esté el fenómeno esloveno, al que se le puede bautizar sin error a equivocarse como el Merckx del siglo XXI, sin Vingegaard a su lado las victorias tendrían menos eco, trascendencia y llegarían más fáciles, pero con menos gente mirándolas en la pantalla y sin un auténtico portento del ciclismo, más callado, pero igual de bueno, que engrandece todavía más los triunfos de Pogacar.

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