Opinión | Apunte

Francisco Cabezas

Francisco Cabezas

Jefe de Deportes de EL PERIÓDICO

El cortijo de Laporta y la noche en la que desaparecieron los bolígrafos

Joan Laporta, presidente del Barça, en el palco de Montjuïc junto a algunos de sus directivos.

Joan Laporta, presidente del Barça, en el palco de Montjuïc junto a algunos de sus directivos. / Jordi Cotrina

La madrugada en que Joan Laporta se aseguró regresar a la presidencia del Barça -ya saben, una serie de personajes, incluso algún vendedor de gambas, se reunió hasta altas horas de la madrugada en una notaría de la Diagonal de Barcelona para sumar avales, con un reloj en una mano y un rosario en la otra-, hubo nervios, musicón y pizzas. Besos, abrazos y cánticos etílicos que en realidad fueron gritos de liberación.

A la mañana siguiente, quienes fueron a poner algo de orden tras el desenfreno no podían creerse lo que vieron. Tanto que aún lo recuerdan. Incluso hubo quien se había llevado de la notaría los bolígrafos que sirvieron para firmar el papeleo hacia el presunto paraíso, como quien aprovecha la estancia en el hotel para hacerse con las toallas, el champú y el cutre cepillo de dientes de madera.

Los límites se diluyen en un gobierno basado en el "todo es posible", y donde la ficción hace tiempo que perdió su guerra contra la realidad. Sobrevivamos hoy. Mañana, ya veremos.

Este Barça se ha mimetizado en la figura de Laporta, con las grandezas y miserias propias de alguien tan contradictorio.

Y en Laporta habitan dos personalidades que ayudan a descifrar al Barça de este tiempo. Un club que atrae y ciega, que ensalza pero también destruye, y tantas veces canibalizado por los delirios de grandeza de quienes alcanzaron su presidencia.

Hay un Laporta enérgico y seductor; dicharachero y sonriente ante las cámaras; afable y colega de los gerifaltes del fútbol, un día Ceferin, al siguiente Florentino; propagandista y, claro, populista. Pero casi siempre convincente ante los inversores que aplican rescates y compran la entidad a pedazos con dientes chapados en oro, y ante todos esos agentes y comisionistas que perduran en el mercado y cargan las plantillas de medianías, de esperanzas adolescentes recibidas a lo Mister Marshall, o de viejas estrellas que ganan más cuanto menos producen. Es ese un Laporta madrugador, perspicaz y obsesivo en sus rutinas, sobre todo las matutinas; el mismo que tuvo la convicción y las agallas de asumir la herencia tan judicializada y oscura del 'bartorosellismo', régimen que dejó al club en la quiebra, sobre todo moral.

Pero también hay otro Laporta, el que ha montado un G-1 a su alrededor. Él legisla y ejecuta. Escucha de quien no sabe, y manda porque él sabe. Ya lo pensaba su viejo enemigo Núñez, otro que lo arreglaba todo consigo mismo. "Porque las minorías no mandan", decía aquél.

Es éste un Laporta de gesto duro, cara roja y dedo tieso, también en Navidad. Le hablen de Negreira o de quien duerme al raso con una nómina tercermundista frente a la obra faraónica del estadio. Es éste un líder con maneras de Rey Sol hiperemocional y atormentado, hoy lloro, mañana grito; desconfiado ante quienes rechazan el disfraz de palmero, que no son pocos; conspiranoico y confuso cuando le toca diferenciar entre periodismo y persecución; un presidente abducido por el síndrome de Peter Pan, y azuzado por los miembros de una cuadrilla de canallitas, como si en el Auditori 1899 mandara el Rat Pack de Frank Sinatra. Aunque con el pin del Barça en la solapa como única muestra de glamour en un cortijo que no está en Las Vegas, sino frente al Camp Nou. Ahora, un esqueleto.