Cata Menor
Cazadores de botellas en El Celler de Can Roca
Trafalgar es una de las muchas búsquedas de Josep ‘Pitu’ Roca para que su bodega sea una referencia mundial
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Pau Arenós
Coordinador del canal Cata Mayor
Periodista y escritor, con 18 libros publicados, entre ellos, novelas y cuentos, y media docena de premios, como el Nacional de Gastronomía. Ha estado al cargo de las revistas 'Dominical' y 'On Barcelona' y ha dirigido series de vídeorecetas y 'vídeopodcast'. El último libro es 'Las pequeñas alegrías'.
Audrey Doré, jefa de sumilleres de El Celler de Can Roca, deposita una gota oscura, concentrada y oleaginosa en el puño, en el espacio entre los dedos pulgar e índice.
Invita a chupar la piel y a sorber el tiempo encapsulado: un jerez de 1805 de González Byass, con nombre épico, Trafalgar. La bodega buscó una efeméride que coincidiera con el nacimiento del líquido y eligió la batalla naval. Sal y sangre. Sal y sangre también en la mano. Trafalgar fue una derrota.
Otras veces probé ese concentrado en El Celler, lágrima a lágrima: queda poco para que se agote la última damajuana, aunque permanecerá en el recuerdo, un clavo en la memoria. Son 219 años: amargo, dulce, yodado. Una coagulación.
Trafalgar es una de las muchas búsquedas de Josep ‘Pitu’ Roca para que su bodega sea una referencia mundial, ¿la mejor? No se lo he preguntado, pero en la excelencia que persigue no cabe la competición.
Las ¡7.000! etiquetas atraen a los locos del vino, en amistosa palabra de Pitu, que se considera miembro del club de chalados: “Cuando voy a un restaurante paso media hora estudiando la carta de vinos”. La búsqueda y, a veces, el hallazgo.
Son las 18,30 de la tarde de un sábado y hemos disfrutado otra vez de una comida excepcional –y no quiero que ese ‘excepcional’ se convierta en rutina narrativa– con aportes nuevos como la tarta de liebre –basada en el ‘mooncake’ de Hong Kong–, la última versión del ‘xai ramat de foc’ o esa mirada a la tradición, revisada, reimpulsada, reformulada, reformateada, que son los guisantes con albondiguitas de sepia, el pilpil de ‘calçot’, la perdiz con col o el ‘xuixo’ relleno de estofado de pato.
¿Podría ser El Celler el más brillante exponente de la cocina catalana? Lo es, aunque jamás se le incluye en la clasificación.
Son las 18,30 de la tarde de un sábado y hay dos personas sentadas empollando los volúmenes de la carta bebible, con el mueble que las contiene cerca.
Leen, consultan el móvil: analizan, hablan, deciden. ¡Son clientes! Los locos del vino, miembros de esa cofradía sin estatutos ni cuotas que saltan de mesa en mesa tras la pista de botellas inolvidables.
Han llegado antes del servicio de noche con la ansiedad y la perspectiva del cazador: otean en busca de las presas, que abatirán después. A veces, esos especímenes conciertan una cita la víspera para llegar al destino con los tiros asegurados.
Desde la discreción, pregunto a Pitu horas después por los aciertos y han sido tres dianas. Supieron abrirse paso en la espesura.
Consciente de mis limitaciones, preferí que Pitu eligiera: así garanticé el pleno.
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