Una casa histórica de Madrid
Restaurante Asturianos o la victoria del “bar feo”
El éxito de Asturianos es imposible de medir con las herramientas del márketing: lo lidera doña Julia Bombín, camino de los 80 años, con una seriedad que intimida
Pau Arenós
Coordinador del canal Cata Mayor
Periodista y escritor, con 18 libros publicados, entre ellos, novelas y cuentos, y media docena de premios, como el Nacional de Gastronomía. Ha estado al cargo de las revistas 'Dominical' y 'On Barcelona' y ha dirigido series de vídeorecetas y 'vídeopodcast'. El último libro es 'Las pequeñas alegrías'.
Hacia el final de la conversación, Alberto Fernández Bombín, divulgador gastronómico y copropietario del restaurante Asturianos junto a su madre, doña Julia, y su hermano, Belarmino, lo dice como si me leyera la mente: “No me gustan los bares de diseño. Me gustan los bares feos. Si pasas por delante de Asturianos sin saber qué es, no entras”.
Bares vividos, digo a modo de amortiguación: “Los bares feos, los bares por donde han pasado muchas vidas”. Asturianos existe en Madrid desde 1967 y por allí han pasado muchas vidas –además de las de los tres y la del fallecido Belarmino padre, el fundador, el asturiano, el camarero y cocinero del Ritz–, las de miles de clientes y las de las diferentes etapas, cuando en los años 70 fue imán para dandis, escritores y deportistas bigotudos y, en este fin del mundo, para gastrochalados.
El éxito de Asturianos es imposible de medir con las herramientas del márketing: lo lidera doña Julia Bombín, camino de los 80 años, con una seriedad que intimida; a un decorador le daría un patatús si entrara (hace “25 o 26 años hicimos una pequeña reforma”, dice Alberto) y los guisos son la genuina forma de expresión. Y son precisamente esas las razones del prestigio y de las mesas permanente ocupadas.
A propósito, he escamoteado una información clave: el vino. Belarmino y Alberto, que son propietarios de la bodega Canopy y, además distribuidores de diferentes marcas, cuidan el bebercio con el amor que otros dispensan al rugby o a las criptomonedas. Aquí se viene a beber a gusto y con conocimiento. Tres botellas rodarán por nuestra mesa: la garnacha blanca Loco 2019, de Canopy; el syrah de Vallegarcía 2013 y la giró de Abargues 2019 de Pepe Mendoza.
Es el último domingo de septiembre y estamos en la terraza, manteles blancos en la acera. En el interior, doña Julia, sentada en su silla. Alberto dice que es su silla, que ocupa antes y después del servicio. La silla y la cocinera, la inmutabilidad y la garantía.
Todo parece como antes y nada es como antes: “Hay cambios, adaptaciones. La fabada lleva menos grasa, tenemos bolsas de vacío para conservar y Thermomix. El flan no lo podríamos hacer sin la máquina, ¡ni aunque tuvieras el brazo de Hulk!”, describe Alberto sin ponerse verde. ¡Ah, el excepcional flan de queso, con la receta nunca revelada! “Lleva tres quesos con poca grasa”. No le saco ni una palabra más. “Tendrías que casarte con doña Julia para saberla”. Yo solo he venido a comer.
Hemos empezado fuerte: como cortesía, y porque es domingo y porque hemos llegado pronto, nos han servido platos con chorizo y con el arroz de pollo que ha comido la familia.
Con ningún otro criterio más que el del deseo, pedimos: las sardinas marinadas con sopa de tomate (“ese plato fue idea mía”, pues ¡bravo!), las albóndigas con salsa de boletus (“muy ochentero: yo lo quitaría, pero tiene demanda”), la fabada (“siempre ha estado en la carta”), las verdinas con rape y almejas (viva y viva), el morcillo estofado (“el morcillo es difícil y ahí se nota el talento: marca territorio”), el bonito con tomate (snif, algo seco), la 'mousse' de chocolate y ese flan con forofos (“la receta es de mi hermano”).
Pregunto por el estado de salud de doña Julia, que es preguntar por el futuro: “En broma, ella me dice que cuando entre en la cocina y huela a oreja, será que habrá caído muerta sobre la plancha”. Intento no imaginar la escena. Seguimos con el parte médico: “Cuando doña Julia cumplió 65 años, nuestra doctora le recomendó que descansara. Ahora, al verla tan bien, dice: ‘¡Que no se le ocurra jubilarse!”.
Me gusta que Alberto se refiera a su madre como doña Julia, que hable de Asturianos como de un “bar familiar de barrio” y que –estamos de acuerdo– lo peor no es “un bar feo”, sino un bar muerto.
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