Exposición a partir de julio

El amor de Català-Roca por Barcelona sale de imprenta en una obra póstuma

Halladas dos cajas perdidas de exquisitas fotos de Català-Roca

Un techo de la Casa Milà y una escalera de la Sagrada Família.

Un techo de la Casa Milà y una escalera de la Sagrada Família. / FRANCESC CATALÀ-ROCA

Carles Cols

Carles Cols

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Merece la pena anotar en la agenda una fecha y un lugar. Casa Golferichs (Gran Via, 491), a partir del 2 de julio. Francesc Català-Roca, fotógrafo que si fuera francés hubiera eclipsado quizá al mismísimo Henri Cartier-Bresson, falleció con 76 años, pocos para la gran cantidad de proyectos que bullían en su cabeza, entre ellos un libro sin texto, solo imágenes, que retratara la piel de Barcelona, ciudad que amaba incluso cuando aquí, por estos lares, los vecinos la vivían acomplejadamente, a menudo de espaldas a su riqueza visual. Enciclopèdia Catalana y el Ayuntamiento de Barcelona acaban de publicar ‘La pell de Barcelona’, un libro bellísimo y atípico, y la Casa Golferichs acogerá a partir del 2 de julio una exposición con buena parte de las fotos que contiene esta obra tan asombrosa que es capaz de sorprender cada vez que se abren sus páginas con detalles que en anteriores miradas pasaron inadvertidos.

Dos detalles de la portería del número 39 de la calle de Trafalgar, en 1988.

Dos detalles de la portería del número 39 de la calle de Trafalgar, en 1988. / FRANCESC CATALÀ-ROCA

A Català-Roca se le apagó la vida en 1998, joven para los parámetros de longevidad catalanes, pero fue profesional de la fotografía tal vez más años que nadie, pues a los 13 años comenzó a trabajar como aprendiz en el taller de revelado de su padre, otro referente en este caso, Pere Català i Pic. La palabra ‘aprendiz’ merece un inciso. Con 14 años, comenzada ya la Guerra Civil, suyas eran las manos que sacaban de las cubetas de revelado las fotografías en las calles acababa de tomar Agustí Centelles. Semanas después, sus clientes fueron en una ocasión Gerda Taro y Endre Erno Friedman, la pareja que firmaba sus obras como Robert Capa. Llegaron con un carrete que contenía, decían, la muerte de un miliciano antes incluso de que el impacto de la bala que había recibido le hubiera tumbado en el suelo. Fuera o no un montaje, cuestión sobre la que tanto se ha discutido, la cuestión es que aquel adolescente Català-Roca les propuso un revelado especial que entristeciera el paisaje e iluminara sutilmente al único protagonista de la escena.

Artesonado vegetal en el Parlament y un brote verde verdad en Santa Maria del Mar.

Artesonado vegetal en el Parlament y un brote verde verdad en Santa Maria del Mar. / FRANCESC CATALÀ-ROCA

Estas viejas batallitas vienen al caso porque con esa precocidad profesional y tras acumular una obra de cientos de miles de imágenes, no es extraño que Català-Roca fuera un hervidero de planes que llevar a cabo. Fue para él inspiradora una visita que hizo a Nueva York, recuerda su hijo Andreu. Para él, aquella ciudad era fascinante por sus reflejos, y sopesó la idea de dedicarle un libro sin ningún texto, algo contra toda lógica en aquellos tiempos. Retomó esa idea para Barcelona, y trabajó mucho en ella, pero, nunca también dicho, con otro enfoque. Quería ser una suerte de dermatólogo de la ciudad, fijarse de cerca en su piel, en cómo el paso del tiempo le ha hecho mella, pero también en certificar cuán hermosa era aún a pesar de su edad. Quería emparejar fotos. Se sumergía en sus archivos y, como dicen los usuarios de Tinder, lograr un ‘match’, conseguir que, pese a sus diferencias, dos imágenes casaran a la perfección.

Santa Maria del Pi y la Boqueria.

Santa Maria del Pi y la Boqueria. / FRANCESC CATALÀ-ROCA

‘La pell de Barcelona’ es, por encima de todo, eso, una sucesión de parejas, retratos muy cercanos de detalles de la ciudad. Apenas hay vistas generales. Luego están, claro, las sublecturas de cada doble página, que a veces son casi pequeñas lecciones de historias.

“Sí, él mantenía un idilio con Barcelona”, recuerda Andreu Català. La lástima es que aquello que eufemísticamente llaman ley de vida le impidiera llevar más lejos esa relación, porque dejó en el cajón de los proyectos otras ideas sensacionales. Quería publicar un libro sobre la anarquía arquitectónica de Barcelona, que terminó por encantarle. Soñaba con otro que pusiera cara a Antoni Gaudí y Mies van der Rohe, porque por imposible que parezca casi fueron contemporáneos. Tampoco salió de ese cajón con destino a la imprenta ‘La pell de Barcelona’, hasta ahora, sin duda una feliz noticia y un merecido homenaje póstumo a uno de los grandes fotógrafos del país.

Un anuncio en las calles de Barcelona, en 1989, confrontado al Pantocrátor de Sant Climent de Taüll.

Un anuncio en las calles de Barcelona, en 1989, confrontado al Pantocrátor de Sant Climent de Taüll. / FRANCESC CATALÀ-ROCA

El libro es, además, un Català-Roca en que el que los conocedores de su obra descubrirán una faceta menos conocida del autor, pero, como siempre, perfectamente identificable. Quizá su característica más remarcable era su dominio de la luz. Su hijo lo explica de una manera sensacional. “Igual que un músico sabe distinguir una nota de otra, mi padre veía los matices de cada tipo de luz y sabía qué efecto causaría sobre el negativo fotográfico”. Los aficionados y profesionales de la fotografía analógica saben que eso es maestría. Siempre está el atajo de realizar varias capturas, una tras otra, cambiando la velocidad del obturador y la del diafragma de la óptica. Català-Roca no hacía eso. Cuentan que solo tomaba dos fotos de aquello que quería retratar. La primera era con la cabeza. Imaginaba la foto. La segunda, con la cámara. No está de más saberlo por si se tiene la oportunidad de adentrarse en ‘La pell de Barcelona’, sea en el libro o en la exposición.