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Una humilde proposición: disecar Barcelona

El Taxidermista, tienda mítica de la ciudad, revive su historia a través de un libro de edición colaborativa y marca el camino contra el olvido de lo que esta ciudad llegó a ser

Barcelona 1987- El Taxidermista de la Plaça Reial Foto: PEPE ENCINAS

Barcelona 1987- El Taxidermista de la Plaça Reial Foto: PEPE ENCINAS / © Pepe Encinas pepe@pepeencinas

Carles Cols

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Hay que disecar Barcelona. No es una broma. Esta es una propuesta muy seria. No se trata, vaya esta aclaración por delante, de vaciar los órganos vitales y el músculo de la ciudad y después rellenar de paja su piel (algo que en cierto modo desde hace años practica el contubernio turístico-inmobiliario internacional), sino de disecarla metafóricamente. Esto es exactamente lo que pretende, según se mire, el ‘verkami’ que acaba de poner en marcha Núria Viladevall, bisnieta de Lluís Soler Pujol, ese trasunto real del Onofre Bouvila de la mendoziana ‘La ciudad de lo prodigios’, que en 1887 dejó la Catalunya interior y se vino a Barcelona, donde terminó por fundar una leyenda comercial, el Museo Pedagógico de Ciencias Naturales, lo que para los barceloneses de varias generaciones y hasta 1990 fue simplemente El Taxidermista. Vamos, nada menos que un mito local.

De la muerte por las más diversas causas de las llamadas tiendas emblemáticas de Barcelona muchísimo se ha escrito. La degollina ha sido tan acentuada que ha generado incluso la aparición de un nuevo subgénero periodístico, el obituario comercial, un repaso de la vida del recién finado, ya sea este un cine, una camisería, una librería, un restaurante, un ‘skating’ o un meublé. Muy difícil se hace imaginar que los negocios que habitualmente toman el relevo para vender después en el mismo local desde fundas de móvil a, como diría Borges, vulgaridades de lujo, consigan algún día una de esas muy merecidas despedidas en la prensa.

La familia gorila de la plaza Reial , en 1989, un año antes de un divorcio en el que él terminó en casa de un ricachón de Marbella y ella nada menos que en Japón.

Marta Povo

Pero esos obituarios de tiendas son poca cosa al lado del artefacto que maneja Viladevall, un libro coral que explora exhaustivamente la historia de El Taxidermista y, de forma inevitable, 101 años de la vida de la propia Barcelona. Vistas las galeradas y a falta de que el ‘verkami’ llegue a buen puerto, hay que reconocer que el libro será una maravilla.

Disecar Barcelona podría consistir en eso,tener para la posteridad un relato minucioso y bien trabado de tiendas que ya no están y que tanto hicieron cuando estuvieron, como esta, que cuando la plaza Reial fue su segundo hogar, pues nació originalmente en la calle de Rauric, fue lugar de tránsito de personajes conocidos de todo pelo y pluma (Gabriel García Márquez, Joan Miró, Josep Maria de Sagarra, Salvador Dalí, Ava Gardner…), pero que sobre todo fue un lugar único e irrepetible.

De lo más grande, dos elefantes, uno transgénero y otro nazi, hasta lo pequeño y espeluznante, cabezas de jíbaro, todo cabía en aquella tienda irrepetible

Allí se disecaron(ténganse en cuenta las dimensiones del asunto) no uno, sino hasta dos elefantes de la ciudad, L’Avi (un transgénero zoológico ‘avant la lettre’, porque en realidad era una hembra) y Perla, la paquiderma nazi, un regalo de las autoridades del Tercer Reich alemán a la fascista España de 1944 en señal de amistad, y en su día se vendieron también, a quien pudiera pagarse el capricho, trofeos de la etnia shuar, dicho de forma políticamente incorrecta, cabezas reducidas de jíbaro, de las auténticas, no de esas que los propios indígenas amazónico falsificaban con piel de cerdo cuando descubrieron que los descendientes de los antiguos conquistadores eran gentes fáciles de enredar con abalorios.

Lo que viene a continuación en este párrafo debería ser motivo de otra crónica, de acuerdo, pero es muy difícil resistir la tentación de reseñar aquí, a modo de paréntesis, que hace solo 11 años, antes de que la política catalana se acercara insensatamente a Gargantúa y se asomara más allá del horizonte de sucesos (dicho de otro modo, se metió en el agujero negro del ‘procés’), la Generalitat del tripartito entregó un millón de euros a la nación shuar para que conservara su precioso bilingüismo y los dirigentes de esa comunidad amazónica correspondieron al gesto regalando una lanza ritual a Josep Lluís Carod Rovira, cuando la repera habría sido que obsequiaran con una cabeza. Lo dicho, material para otra crónica.

La cuestión, lo dicho, es otra. Es El Taxidermista y el fenomenal relato que sobre esta tienda han construido para el libro, entre otros, historiadores de la ciencia como Miquel Carandell y Alfons Zarzoso, enciclopedias andantes como Lluís Permanyer, artistas como Vicenç Altaió y Cristina Sampere, galeristas audaces, como Artur Ramon, profesionales de la ciencia, como Carles Curto Milà y José Pardo-Tomás, inclasificables como Salvador Pérez Moreno (creador de la inaudita e indispensable web Taxidermidades) e incluso la propia bisnieta del fundador, Núria, quien a través de los olores de la tienda tal y como la conoció de niña (a madera, a trementina, a cianuro, a sangre…) rememora con una prosa envidiable deliciosos recuerdos del establecimiento, como aquel día en que con gran naturalidad y como si fuera un incidente común, un agente de la Guardia Urbana entró en la tienda para avisar de que se les había escapado una serpiente y de que andaba enroscada por las farolas gaudinianas de la plaza Reial.

La plaza Reial, al fondo, vista a través de los cristales de la tienda.

La plaza Reial, al fondo, vista a través de los cristales de la tienda. / © Pepe Encinas pepe@pepeencinas

Una tienda de taxidermias y colecciones geológicas parecerá hoy en día algo trasnochado. Lo curioso es que lo es en Barcelona, pero no aún en París y Londres, pero en su tiempo tuvo todo el sentido del mundo. Hay que huir del presentismo.

El Taxidermista no nació a la sombra de la Expo de 1888, sino al sol del darwinismo y de las teorías de Wegener

El Museo Pedagógico de Ciencias Naturales abrió sus puertas por primera vez en 1889, así que parecerá que lo hizo al calor de la Exposición Universal de 1888, pero esa sería una mirada miope. El último tercio del siglo XIX y el amanecer del XX fue un no va más científico. Darwin reveló que las especies evolucionaban y Wegener que los continentes se movían. Con ese telón de fondo, Lluís Soler Pujol logró que su tienda fuera casi un lugar de obligada peregrinación para conocer más sobre todo ese nuevo saber.

La taxidermia no era ningún misterio a esas alturas, por supuesto. Burlar la putrefacción para conservar animales era una técnica conocida desde hacía siglos. En algunos monasterios, por ejemplo, era común presumir de algún que otro cocodrilo colgado de una viga como si fuera la bestia derrotada por un santo o como muestra de los horrores que aguardaban en el infierno a los pecadores. La colección de lagartos de Montserrat, solo por subrayar este detalle, parece que era de aúpa hasta que las tropas napoleónicas saquearon el lugar. Pero Soler Pujol llevó el oficio a otro nivel. Primero, porque aprendió la técnica en el taller de Francesc Darder, por decirlo de algún modo, el Balenciaga de la taxidermia. Y segundo, y no menos importante, porque durante un tiempo se formó como escultor en un establecimiento de imaginería religiosa, así que no hay que menospreciar la hipótesis de que algún león, oso, ardilla o periquito, pues hasta las mascotas domésticas eran disecadas por sus dueños, tuviera un cierto aire de San Sebastián asaeteado.

El anticuario Víctor Gómez, junto a uno de gorilas que encandilaron al público en el Taxidermista, en una de sus tintinescas tiendas.

El anticuario Víctor Gómez, junto a uno de gorilas que encandilaron al público en el Taxidermista, en una de sus tintinescas tiendas. / Danny Caminal

Menos como James Stewart, que se presenta por error en la taxidermia de Ambrose Chapell en ‘El hombre que sabía demasiado’ y termina peleado con media plantilla para gran peligro de un pez espada y un guepardo, a aquel negocio de la plaza Reial se iba por todo, a comprar y vender, a aprender, a curiosear y, por supuesto, a ver lo nunca visto en la ciudad. Mucho antes de que el Zoo de Barcelona tuviera gorilas, el único cara a cara al que los barceloneses podían aspirar era el de una pareja de ejemplares de esa especie que se exhibía en el escaparate, una hembra que años después terminó vendida en Japón y un macho que, para más susto, llevaba bajo el brazo a un muchacho como quien lleva la barra del pan. Las colas se prolongaban a lo largo de la calle de Ferran. No era para menos. El Taxidermista, como el emperador Augusto en el año 10, que llevó por primera vez un tigre a Roma, era, además de un negocio la mar de serio, una ‘wunderkammer’ en toda regla, un gabinete de curiosidades en el que hasta lo imposible parecía al alcance de la mano. Por eso, cuando en los años 70 corrió la voz de que tenían una sirena disecada, para allá que fueron muchos barceloneses por si era verdad.

Solo por rematar lo propuesto al principio. Libros así son casi una imperiosa necesidad, ni que sea por conservar taxidermizado en papel lo que fueron muchas tiendas de esta ciudad antes de que los del contubernio la disequen de verdad.