A PIE DE CALLE

Donar sangre de camino a casa

Un hombre dona sangre, ayer en el metro de la plaza de Universitat.

Un hombre dona sangre, ayer en el metro de la plaza de Universitat.

Catalina Gayà

Catalina Gayà

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La luz fría del metro iluminaba ayer el hospital de campaña. La doctora Lorena Montfort trabajaba en lo que en algún momento fue una tienda de perfumes. Tomaba la tensión, pesaba si era necesario, preguntaba. Afuera, unas banderolas mostraban el camino: no todos lo seguían, ni siquiera todos lo veían.

En el metro, la invisibilidad es rutina. Pasaba un chico con un skate y miraba el cartel en el que se leía: Vine a donar sang al metro. Seguía. Llegaban chicas con carpetas de la UB. No se daban cuenta de lo que sucedía alrededor. Una mujer gritaba: «Tengo la tensión alta, pero si les sirve la mía». Se refería a su sangre. Se sentaba para rellenar una hoja de donante mientras, en una de las seis camillas, una chica hablaba por teléfono mientras le hacían la extracción. Arnau Maspons, del Banc de Sang i Teixits, me explicaba que hay quienes se hacen selfies o fotos a los pies mientras están estirados. Hay cosas que cambian y cosas que no: una de cada 10 personas que entran en un hospital necesita sangre.

Hasta el sábado, de 11.00 a 20.00 horas, personal del Banc de Sang i Teixits, junto con voluntarios de TMB y de Creu Roja, estarán en la plaza de Universitat y en el vestíbulo del metro de Universitat animando a la gente a donar sangre y concienciando de la existencia de 7.000 enfermedades minoritarias. La campaña, impulsada por TMB, es pionera en Barcelona, por el espacio (el metro) y por la duración (seis días). El lunes, se pararon 149 personas, un 50% de ellas nuevos donantes.

Carnet en la cartera

La plaza de Universitat sufre de explotación informativa sobre campañas solidarias y ayer había quien ni siquiera se detenía a escuchar a los voluntarios. Abajo era más difícil dar el esquinazo. En la mañana, hasta las 12.45 horas, hubo 10 donaciones. Por casualidad, y sin ningún afán estadístico, tres de las chicas con las que hablé eran de Baleares. En las islas, el carnet de donante se lleva en la cartera y forma parte de la herencia familiar.

Las dos primeras, de Menorca, estudian en la UB y decían que, habiendo cumplido los 18 años, tenían claro que querían probarlo. La tercera, una mallorquina, esperaba a una amiga. Se llama Elisabeth Mesquida y donará durante la semana, ayer «no era el día». ¿Eres donante? Giraba la pantalla del móvil hacia el suelo: «Sí, en casa mi madre también lo es. Creo que es algo que podemos hacer todos. Ayudamos a mucha gente, y no nos cuesta nada ». La amiga finalmente no podía donar: menos de 50 kilos, una voluntaria decía que lo del peso ya había sucedido.

Ver Barcelona mientras desacelera el paso porque se encuentra con un obstáculo social a su paso cotidiano supone ver pasar una ciudad que ya no se explica ni por una única cultura ni una única manera de ver el mundo. Paraba una barcelonesa con pañuelo. Estudia en la UB. Hacía tiempo que quería donar, pero ahora se lo topaba de frente y con tiempo. Delante de ella, había un matrimonio camino de casa y detrás, un estudiante de 21 años. Hacía el calor abrasador del metro, solo cuando pasaba la máquina, un piso más abajo, llegaba el fresco. Adriana, una de las menorquinas, decía estar orgullosa: «Me han dicho que tengo una buena vena». Salía del metro sonriente.