LO QUE LA VIDA NOS CUENTA

Sturm und drang

'El caminante sobre el mar de nubes', del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich.

'El caminante sobre el mar de nubes', del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich.

JOAN
BARRIL

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Con este nombre, extraído de un libro de Klinger, se conoce una escuela de artistas alemanes que acamparon en la literatura y que contaminaron a otras artes. El nombre de la corriente significa tempestad e ímpetu, y se trataba de convertir cada una de las obras en un verdadera manifiesto de los sentimientos de cada cual. De ese sturm und drang inicial se pasó al romanticismo alemán del que todavía bebemos. La imagen de la tormenta y de la naturaleza se encuentra en la famosa pintura de Caspar David Friedrich titulada El caminante sobre el mar de nubes, donde las brumas y las nieblas se van deshilachando entre los abetos mientras un hombre de espaldas al pintor, sin duda el primer excursionista de la historia, las ve pasar.

Anteayer la tormenta perfecta amenazaba los acantalidos de la Costa Brava. Anochecía cuando el último coche verbenero se disponía a introducirse en el gran atasco. El agua de las calas era plácida y planchada, pero las nubes parecían quererse cobrar la venganza de los cohetes de la madrugada anterior. De ahí que abandonara lentamente las procelosas aguas de la piscina y me dirigiera, riscos abajo, hacia esos finisterre donde ni siquiera los pinos se atreven a enraizarse.

Pasó la última gaviota de la noche y empezaron a caer las primeras gotas sobre el granito erosionado por los años. Entre la piedra y el cielo solo me encontraba yo abrazado a mi pequeño cuaderno de apuntes, como si las palabras pudieran salvarme de la ventisca. Incluso las rocas semejaban comisuras de labios devoradores y entre sus grietas parecían deslizarse lágrimas minerales. La lluvia fue fugaz y volvieron a aparecer las luces de las pocas casas habitadas frente a la costa. El viento se llevó la tormenta hacia el horizonte y de ahí parecían surgir luces azuladas como el rastro de un dios irritado. La luz de aquella electricidad salvaje se había quedado sin voz y sin estruendo. Un lejano trueno me recordaba la salvación del Apocalipsis, pero el mar continuaba en calma, tejiendo pequeños encajes blancos en torno a las rocas macizas.

A lo lejos llegaron las luces de las barcas de pescadores. Cinco embarcaciones que dejaban rielar sus faros sobre un mar espeso. Se detuvieron frente a la enorme pared del cabo de Begur para izar a bordo el suculento besuc de la piga, también llamado calet por los pescadores de esa parte de la costa. El calet está acostumbrado a las grandes profundidades, de ahí sus ojos enormes y sus carnes prietas. Poco después la caravana de barcas se puso de nuevo en marcha y acabaron fondeando muy cerca de mí a la captura de los calamares, tan curiosos como suicidas. Las luces bamboleaban a distancia prudencial y de vez en cuando me pareció escuchar el sonido de una armónica o la voz de una radio aburrida, sin la Roja, ni Puyal, ni nada que fuera realmente exaltante.

Muy lejos de allá, los destellos de los relámpagos iban a sembrar el pavor cósmico en otras islas y en otras playas mojadas de agua dulce. Al llegar a la carretera me pareció cruzarme con un hombre callado. Tocado con una boina iba encendiendo el ascua de su cigarrillo. «Passi-ho bé, senyor Pla», le dije. La tormenta había amainado, el ímpetu resbalaba por las rocas y aquel hombre había regresado en plena noche para controlar que su Empordà continuaba al alcance de su pluma. A veces, en el fragor de las tormentas, aparecen fantasmas.