a pie de calle

Keith Haring regresa a la calle

CATALINA GAYÀ

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

En el Pollo Rico de la calle de Sant Pau, Raúl Gil no podía creer que esa foto que un hombre le tomó hace 25 años hubiera estado expuesta ayer mismo en la plaza de Joan Coromines. Los otros camareros dejaban a la clientela en espera y se acercaban a la foto: «Este es el Antonín, uno de los hermanos Al Capone, el Fernando y el Miguelín», exclamaba uno.

El 27 de febrero de 1989, la chiquillada que andaba por la plaza de Salvador Seguí, jugando con una pelota vieja, se lo pasó en grande: un hombre «que no era español» puso un radiocasete a toda pastilla con música house en el suelo, les regaló unas chapas, sacó un pincel y pintó lo que sería un mural de 30 metros en el contrafuerte de un edificio, sobre una pintada vieja en la que se leía: «Cris ama a Pep».

El mural era rojo, enorme: figuras huyendo, otras matando a una serpiente y las más grandes -representando a la sociedad- tapándose los ojos, las orejas, la boca para no escuchar ni ver ni hablar del sida.

Era un retrato fiel de finales de los ochenta. La habitación de Raúl quedaba justo sobre la cabeza de la serpiente. La ventana de la cocina, sobre el condón de la cola. Keith Haring, el artista que cuando hizo ese mural ya era un icono del arte urbano, fue para esos chiquillos una atracción que duró cinco horas.

Raúl recuerda que alguien les tomó fotos. Era Ferran Pujol, quien recordaba ayer en la plaza de Joan Coromines, frente a una reproducción de ese grafito, que se enteró de que Haring estaba pintando por las noticias. Ferran acababa de saber que era portador del virus. Bajó con la cámara al Chino y, en esa ciudad, donde nadie se atrevía a decir la palabra sida, había un artista que lo estaba escribiendo en unas grandes letras rojas. «Todos juntos podemos parar el sida», excribió Haring en un extremo del mural.

El barrio siempre guarda la memoria de todo lo que sucede en él. Ese mural estaba al lado de la tienda del murciano. Pipas y cacahuetes. De ese mural, me dicen en la mercería de Robadors, se acuerdan más por las fotos que «tomaban los turistas» que por lo que significó para los vecinos. Estuvo ahí hasta 1992, cuando el edificio desapareció bajo las piquetas olímpicas. El ayuntamiento lo calcó y guardó las muestras en el Macba. «¿Se acuerda mami?», pregunta el dueño de la mercería a una mujer. Mami lo mira: sí y no. De los niños sí: «Este es Raúl». «¿Cuándo lo pintaron?», me pregunta. «En 1989».

La señora me cuenta historias de macarras, de sexo, de sífilis, del mal negro (como llamaban al sida en el barrio), de curas muertos en esas camas, de tiros. «Este chico también me suena». «Es el artista», le digo yo.

La obra de Haring, repartida por calles, metro y galerías del mundo, es una crítica al consumo artificial. En el barrio del Raval, entre pintadas sin sentido, aparece y desaparece el arte urbano. En la calle de Aurora, cerca de donde pintó Haring, las paredes hablan de lo que sucede en el 2014: inmigrantes corriendo con bultos, la represión, la protesta social. En Barcelona, la ordenanza municipal del civismo prohíbe hacer grafitos.

Ayer en la plaza de Joan Coromines se inauguraba una reproducción del mural. Es la cuarta vez que esa obra se ve a pie de calle. El miércoles por la noche, antes de la inauguración oficial, en el marco del Raval Cultural, varios hombres que duermen cerca se lo miraban y lo comentaban. Ayer un colegio pasaba delante y los niños preguntaban qué era esa serpiente. El maestro les hablaba del sida.