BUCÓLICOS ANÓNIMOS

Cara al sol

Un hombre toma el sol en la pasarela del Maremàgnum, ayer.

Un hombre toma el sol en la pasarela del Maremàgnum, ayer.

JOAN BARRIL

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Es en verano cuando se habla del sol de España. Pero es en invierno cuando este sol se echa en falta. Precisamente por culpa de ese curioso cambio de horario, que en teoría sirve para ahorrar, el sol de Barcelona, llega demasiado tarde. Solo hay que ver a esa gente que arrastra su sombra entre la penumbra y que entiende la mortecina luz del metro como un pequeño consuelo. Es el problema de los países en los que el sol se despierta más tarde que sus beneficiarios. Tal vez se ahorra en energía pero a cambio tenemos un país con luz de tumba y los ciudadanos parecemos zombis con pocas ganas de hablar. Una ciudad sin sol es lo más parecido a una catástrofe nuclear permanente.

Pasan las horas y el sol continúa peinando las azoteas, pero no llega a la calle. Para encontrarlo de nuevo hay que buscar paisajes privilegiados. Se puede subir a una de las siete colinas de la ciudad o, ya puestos en la pequeña ascensión, ir a buscar los tímidos rayos de la luz natural echando el bofe por la carretera de las Aigües, ahí donde los corredores van creando pequeñas nubes de aliento entre los pinos. Pero incluso en los días más luminosos el sol es una visita aletargada que siempre llega demasiado tarde. Para ello hay que buscar plazas amplias y su pequeña calidez en las aceras de montaña. En el supuesto que ustedes hayan quedado en una cita matutina mejor no proponer que nadie le espere a la sombra de los edificios.

La Barceloneta y la Vila Olímpica son tal vez las mejores pistas de aterrizaje de la luz solar, ahí donde las sombras se alargan y nos convierten en hospitalarios cipreses. Para los viandantes nada mejor que el tramo inferior de la Rambla, ese lugar en el que por unos minutos podemos alternar el gris de los que marchan ciudad arriba con el deslumbrante espectáculo del astro rey. En las puertas de la Ciutat de la Justícia la angustia del justiciable se ve tranquilizada por el calorcillo húmedo que emerge de la mar. La inhóspita plaza de Lesseps ve iluminadas sus fachadas inconclusas con una luz que ha sabido saltar sobre la ropa tendida de los terrados de Gràcia.

A medida que pasan las horas a los más viejos del lugar les sobreviene una especial vocación de lagartos. Se sientan con los ojos entornados y dejan que sean los aromas de la ciudad los que vayan indicando el paso de las horas: el aroma de las cestas que vienen del mercado, el sugerente reclamo del agua de colonia que los niños llevan a las escuelas en sus cabezas, el olor a gasóleo de los autobuses que se detienen un instante en las paradas para desovar una nueva generación de trabajadores afortunados por tener trabajo.

Universo enladrillado

El sol va iluminando poco a poco el césped de las plazas arboladas y los campos de deportes acaban pareciendo minúsculas selvas formadas por briznas de hierba. Ya solo somos hormigas. Hay un momento en el que la plaza de Tetuan es el gran mirador que homenajea el sol cuando, en la cima del solsticio, un sol travieso se da el homenaje de entronizarse en el centro exacto del arco del triunfo. Y los cristales de las oficinas acaban produciéndonos el trampantojo de creer que hay más de un sol que nos ilumina y que el invierno nos ofrece el milagro de esa luz tangencial que nos acaba convirtiendo en minúsculos planetas de un universo enladrillado.