Opinión | ISLAS A LA DERIVA

Olga Merino

Olga Merino

Periodista y escritora

El oficio, notas sueltas (2)

Un arranque brillante y un final con los cabos atados no bastan. A veces, a las novelas les sale barriga en su justa mitad  

El escritorio de la autora barcelonesa Mercè Rodoreda.

El escritorio de la autora barcelonesa Mercè Rodoreda. / PERE BATLLE

1) El arranque. Uno de los resortes más difíciles de la novela es el primer párrafo, según Gabriel García Márquez, quien llegó a dedicarles meses enteros para acabar legando a la tradición algunos memorables, como el recuerdo del hielo frente al pelotón de fusilamiento o el vínculo entre el amor y el aroma de las almendras amargas. El culto a la primera frase se ha convertido casi en un subgénero en sí mismo, hasta el punto de que la memoria acaricia con dedos golosos algunos arranques: ‘Lolita’, ‘Ana Karénina’, ‘La metamorfosis’, ‘Pedro Páramo’.

Otros inicios, tal vez menos recordados, agarran al lector por las solapas y lo zarandean con una descarada declaración de intenciones, como ‘Los detectives salvajes’, de Bolaño: "He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral. Por supuesto, he aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así". Ningún escritor en sus cabales deja al albur la primera salva, ese primer disparo que determina un ritmo, una atmósfera y un rumbo. A veces, basta una oración efectista basta para enganchar al lector. En ocasiones, el arranque resume el texto que vendrá. En otras, cumple un papel anticipatorio, lanzando una flecha cargada de expectativas: "Vine a Madrid para matar a un hombre a quien no había visto nunca" (‘Beltenebros’, Muñoz Molina). 

A veces, basta una oración efectista basta para enganchar al lector. En ocasiones, el arranque resume el texto que vendrá. En otras, cumple un papel anticipatorio

2) El desenlace. Supe de la existencia de Camila Cañeque leyendo su esquela en el periódico una mañana del último febrero; me sobrecogió la temprana puntualidad de la muerte: la artista conceptual y filosofa tenía solo 39 años. Muerte súbita, durante el sueño, sin tiempo siquiera de ver salir de la imprenta su ensayo ‘La última frase’ (La Uña Rota), donde reúne —qué corta se queda la descripción— 452 finales literarios. Se obsesionó con ellos. Estaba convencida de que "nuestro propio final, así como el de una novela, preexisten". Una frase que deja sin habla.

Poco puede añadirse ante semejante alquimia entre vida y obra, salvo permanecer en la literalidad de lo que veníamos contando, pisando virutas en el taller de carpintería. Suele llover mucho en los finales de novela, sí; en cualquier caso, todos los cabos sueltos del artefacto deben quedar atados. John Gardner lo expresa con más elegancia: "Una novela suele ser como una sinfonía: los movimientos finales son un eco en el que resuena todo lo que ha ocurrido antes". Otro asunto es conseguirlo.

Suele llover mucho en los finales de novela, sí; en cualquier caso, todos los cabos sueltos del artefacto deben quedar atados

3) Los medios. Apenas cinco años después del inicio de su construcción, en 1173, la Torre de Pisa comenzó a mostrar los primeros signos de inclinación: se había torcido cinco centímetros hacia el sudeste. Se suspendieron las obras tras la adición del tercer piso. ¿El motivo? El campanario estaba asentado sobre un suelo inestable, sobre capas de arcilla, arena y depósitos de agua. De la misma forma, incluso las novelas más decentes corren el peligro de pandear a veces en su justa mitad, en ese interregno que debería preparar la ascensión hacia el clímax. Capítulos centrales empantanados, pegajosos, blandengues, fofos, con demasiada grasa. Como en la vida misma: uno es de mediana edad cuando los años empiezan a acumularse alrededor de la cintura (frase atribuida al cómico Bob Hope).

Si a la novela le sale barriga hacia la mitad, la causa suele estar en los cimientos, como sucedió con la Torre de Pisa. Faltaba sustancia en el caldo: otra subtrama, quizá la irrupción de un nuevo personaje, la aportación de ese secundario que andaba medio escondido, una complicación, qué sé yo. Cualquier cosa menos dejar al protagonista ensimismado en su mismidad onanista. Otra vez Gardner: "Una novela construida con la nitidez de una taza de té sirve de bastante poco". No hay recetas; tan solo pequeñas intuiciones, que tampoco deben tomarse demasiado en serio. Como en la vida.