Nómadas y viajantes

El Líbano, un país en demolición

El país de los Cedros vive su peor momento político y económico de los últimos treinta años

La violencia ha vuelto, apenas hay dos horas de electricidad al día y escasea el combustible y las medicinas

El país de los Cedros vive su pero momento político y económico de los últimos treinta años

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Ramón Lobo

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El Líbano vive el peor momento político y económico desde 1990. No solo es la violencia, es que apenas hay dos horas de electricidad al día, escasean el combustible y las medicinas. Se ha detectado la presencia de libaneses que huyen por las rutas utilizadas por los refugiados sirios para llegar a Europa. La devaluación de la moneda y el cambio fijo han reducido el sueldo de un cirujano a 300 dólares (257 euros). Muchos optan por buscarse la vida en el Golfo, EEUU y Canadá. Se va la gente más preparada además de miles de jóvenes que se cansaron de esperar a Godot. Permanecen las armas, la corrupción sistémica y los señores de la guerra.

A la conmemoración del segundo aniversario del 18 de octubre, fecha del levantamiento civil que exigía un cambio político real, apenas acudió un puñado de personas. La pandemia y una desilusión colectiva han desactivado el grito de basta ya. En estos 30 años de paz condicionada han fracasado todos los intentos de crear espacios de convivencia más allá de la división entre cristianos maronitas, chiís, sunís, drusos, coptos y un largo etcétera. En tiempos de crisis, como ahora, prima la seguridad de la tribu.

El último encontronazo entre milicias ocurrió en junio de 2008. Hubo más de 100 muertos. Fue un pulso entre los sunís de Saad Hariri y los chiís de Hezbolá, ambos musulmanes. El de la semana pasada es mucho más grave, pese a que hubo seis muertos, porque enfrentó a milicias cristianas y chiís. Es la primera vez que sucede desde la guerra civil (1975-1990).

Para añadir simbolismo, el choque tuvo lugar en la línea divisoria entre los barrios de Chiyah y Ain el-Rumaneh, la misma que partió la ciudad durante la guerra. Era la línea verde, el frente, llamada así porque la ausencia de personas hizo que creciera la vegetación.

Tejer una red

El Líbano no solo es un crisol de culturas que dejaron de convivir en paz, es también un campo de batalla entre Arabia Saudí e Irán, bajo el omnipresente ojo de Israel. Teherán apoya a Hezbolá; los otros dos actores, a cualquiera que esté en contra, sean las Fuerzas Libanesas (cristianas) de Samir Geagea o los sunís de Hariri. No es fácil derrotar un grupo convertido en un Estado dentro de otro Estado, armado y con capacidad de tejer una red de apoyo social para su comunidad que incluye centros médicos y distribución de alimentos.

Un equipo de bomberos trabaja en la extinción de un tanque de combustible en  Zahrani, el pasado 11 de octubre.

Un equipo de bomberos trabaja en la extinción de un tanque de combustible en Zahrani, el pasado 11 de octubre. / WAEL HAMZEH / EFE

Todo comenzó en una manifestación de Hezbolá y Amal (la otra milicia chií). Exigían la destitución del juez encargado de la investigación de la explosión del puerto que causó la muerte a más de 200 personas en agosto de 2020. Este es el segundo al frente del caso. Aunque fue nombrado con su apoyo, a Hezbolá no le gusta su línea de investigación. Cuando unos francotiradores cristianos dispararon sobre los manifestantes en Tayune, Hezbolá y Amal replicaron con sus Kaláshnikov y lanzagranadas. El tiroteo se extendió por otros barrios.

Hasán Nasrala, líder de Hezbolá, anunció después que disponía de 100.000 milicianos, algo insólito ya que su número es secreto. Fue una forma de mostrar músculo ante Geagea, el único señor de la guerra que penó con cárcel. Fue por las matanzas de palestinos en Sabra y Chatila, no por la guerra libanesa. La bravata fue motivo de chanza en las redes sociales: "parece que es más fácil saber el número de milicianos que el de habitantes de Líbano", decían. El censo que determina el reparto del poder es de 1932. Actualizarlo sería un casus belli.

Trasiego de armas

Nadie está dispuesto a investigar en el país de la impunidad. Es arriesgado escarbar en lo ocurrido en el puerto porque todos tienen algo que esconder. La carga explosiva llevaba seis años inmovilizada. Es una imprudencia que afecta a varios gobiernos. Cada grupo ha utilizado sus instalaciones para el trasiego de armas, y para vendérselas a los rebeldes sirios o al régimen de Basar el Asad.

 Al Líbano lo sostiene el dinero de la diáspora, que ha triplicado sus remesas en los últimos meses. Los afortunados que cobran en moneda extranjera son los nuevos ricos, incluidos los milicianos de Hezbolá que tienen un sueldo de 700 dólares gracias a Irán.

 El acuerdo de Taif que acabó con la guerra civil fue en realidad un pacto para robar juntos en un sistema de distribución de beneficios y de zonas de contrabando. La escritora libanesa Joumana Haddad me dijo en Beirut en 2001, tras el 11-S: “Educo a mis hijos para que sepan vivir en el extranjero”. Es una frase demoledora. Hoy, 20 años después, aquel 2001 parece el paraíso. Líbano es un país en demolición acelerada y armado hasta los dientes.

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