El impacto del deterioro económico
El urbanismo de la crisis
Hay que pensar en un New Deal de las ciudades europeas que atempere el devastador efecto de la recesión
Oriol Nel·lo
Profesor de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB). Coordinador del Pla Director d’Estacions de Muntanya (2006).
Profesor de Geografía en la Universitat Autònoma de Barcelona. Director del Institut d'Estudis Metropolitans de Barcelona (1988-1999), diputado en el Parlament de Catalunya (1999-2004) por el PSC-Ciutadans pel Canvi y secretario para la Planificación Territorial del Govern de la Generalitat de Catalunya (2003-2011).
ORIOL NEL·LO
Quien viaja estos días por las grandes ciudades europeas extrae una sensación paradójica. Por una parte, la vida parece fluir inalterada: en Londres la temporada depromsen el Royal Albert Hall se ha desarrollado con gran afluencia de público, en Rotterdam los comensales aprovechan el otoño benigno para sentarse en las terrazas junto al río, en Lisboa los oficinistas salen como cada día del metro de Marqués de Pombal a las ocho de la mañana... Por otra parte, en cambio, la situación de pesimismo respecto de la situación económica y el futuro inmediato es abrumadora, tanto en la Administración pública como en los círculos profesionales y en sectores cada vez más mayoritarios de la ciudadanía.
En el campo del urbanismo -en la Bienal de Urbanistas Europeos celebrada en Génova, en el congreso de la Royal Geographical Society en Inglaterra, entre los colegas universitarios- reina a menudo una impresión extraña de redundancia e impotencia. La disciplina, tan vibrante y polémica en los últimos años, parece ahora agotada e inútil. Quienes habían visto el crecimiento y la remodelación urbana sobre todo como un instrumento de enriquecimiento económico privado han perdido interés, escarmentados por la falta de perspectivas del sector inmobiliario y por las restricciones al crédito. Y quienes, desde la Administración o los movimientos ciudadanos, habían querido hacer del urbanismo una herramienta para la creación de espacio público, la dotación de servicios, la provisión de vivienda asequible y la mejora de las condiciones de vida se encuentran ahora atenazados por la falta de recursos públicos y las exigencias de contención del gasto.
En España (y otros países) algunos cuestionan incluso las tímidas medidas racionalizadoras del desarrollo urbano introducidas en los últimos años, con el pretexto de que limitan el crecimiento económico. Así, proponen reducir las garantías ambientales, disminuir la obligación de aportar suelo para vivienda asequible, atenuar la protección del paisaje y levantar las restricciones a la urbanización de determinadas áreas. Como si la expansión alocada del sector inmobiliario y la urbanización no hubiera contribuido, precisamente, a la crisis, como si ordenar la urbanización no fuera un requisito imprescindible para la eficiencia económica, la cohesión social y la sostenibilidad ambiental, y como si -fuera de las pulsiones especulativas siempre vivas-hubiera hoy alguna necesidad real de clasificar de nuevo grandes extensiones de suelo.
Lo más sorprendente, sin embargo, es que este estado de espíritu parece haber contagiado incluso a buena parte de aquellos que se han dedicado y se dedican profesionalmente a la práctica urbanística. Es como si se hubieran resignado a compartir el sino queBertolt Brechtatribuía a los poetas líricos en el periodo de entreguerras: «Pintan naturalezas muertas en las paredes de un barco que se hunde». Se olvida así que la política territorial y el urbanismo, y los profesionales que a ello se dedican, han tenido responsabilidades destacadas en el origen de la crisis y pueden contribuir a salir de ella.
En efecto, los urbanistas no pueden pretender ser ajenos al proceso que engendró la crisis: en España, en el 2006, en el punto más alto del ciclo inmobiliario que tanto ha influido en la situación económica actual, se iniciaron más de 800.000 unidades de vivienda. Cada una de ellas había sido diseñada por un arquitecto y colocada en el territorio por un urbanista. En el campo del urbanismo, todos tenemos responsabilidades: sea por haber contribuido activamente a generar las circunstancias en las que nos encontramos, sea por no haber sabido oponernos con suficiente fuerza a la deriva que nos llevaba a ellas.
Del mismo modo, quienes se dedican al urbanismo no pueden asistir impávidos e inactivos a la tormenta. El 70% de la población europea vive en ciudades y la situación actual puede tener efectos notabilísimos -de hecho los está teniendo ya- sobre la evolución de nuestras áreas urbanas: en la degradación de los barrios, en el empeoramiento de los servicios, en la financiación del transporte público, en la marginación de quienes menos tienen. Para ello es necesario, de manera urgente, debatir la manera de afrontar estos retos desde el planeamiento y la práctica urbanística. Hay que diseñar un urbanismo para la crisis que tenga como preocupación principal evitar la degradación de la ciudad, asegurar la vivienda, hacer frente a los efectos de la segregación, proveer servicios, contribuir a generar empleo.
Se trata, de hecho, de poner las bases de un New Deal para la ciudad europea. Una visión renovada que, en el marco de una estrategia económica de alcance europeo, permita el impulso de otra política urbana: la defensa y mejora de la calidad de la ciudad como medio de atemperar los efectos devastadores de la crisis y de romper con la retórica y la práctica de la austeridad. Solo así nuestras ciudades evitarán la profundización de las fracturas sociales y serán motores de la recuperación.
*Profesor de Geografía Urbana (UAB)
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