Al poder por el lenguaje
Antoni Gutiérrez-Rubí
Asesor de comunicación
Donal Trump irrita por machista, xenófobo y faltón. Es un peligro -como advierten sus competidores y opositores- para la política, para el partido al que está apunto de conquistar y para EE.UU, evidentemente. Pero su necedad no es estulticia. Trump puede ser odioso, pero no es un descerebrado, aunque lo parezca. El candidato que insulta no lo hace gratuitamente, aunque sí desvergonzadamente: sigue un plan diseñado, aunque se camufle de líder indómito, incapaz de seguir y someterse a la pauta de los asesores que pretenden hacerlo más aceptable. No es cierto.
Trump sabe del poder del lenguaje convertido en espectáculo en una sociedad conectada y en el que la materia prima fundamental es la información. Los medios le desprecian tanto como le necesitan. Ha tenido una sobreexposición mediática entre el desprecio y la petulancia de la élite republicana. Pero Trump vende porque molesta. Es el poderoso atractivo del insulto y la banalidad. Suministra a sus seguidores esa dosis diaria de autoestima liberando sus instintos, miedos, odios, prejuicios y obsesiones. También sus ignorancias. Al pronunciar lo que la mayoría no se atreve a decir -aunque lo piense- ejerce un poderoso efecto de exorcismo político inverso. Y los simpatizantes que llenan sus mítines, activan su campaña y votan en estas primarias; se sienten protegidos, y no avergonzados, de sus ideas.
Pegamento cohesionador
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Esta relación de autoestima por proyección reflejada en su líder es un fuerte pegamento cohesionador. Los electores que escondían, disimulaban, o matizaban sus ideas pueden, ahora, liberarse del corsé de lo políticamente correcto. Trump les libera, haciéndolos protagonistas y orgullosos (elemento clave). Ellos y ellas le adoran, agradecidos y excitados mientras gritan «¡USA, USA, USA!». Trump utiliza la nostalgia y exhibe nacionalismo hegemonista como bálsamo y bandera. «Hacer América grande otra vez» promete. Vende el gran sueño americano a los insomnes con pesadillas.
En una primera etapa, Trump ha reducido a todos sus oponentes en el Partido Republicano con una estrategia precisa. Con un discurso duro, populista y radical ha mostrado a todos sus competidores como débiles y dóciles, creando un marco conceptual en el que ha obligado a sus rivales a jugar en su terreno. Y, como siempre pasa, los extremos descentran a los moderados y, una vez descolocados y obligados a ser lo que no son, no consiguen recuperar la centralidad y sucumben frente al auténtico líder de las ideas que han intentado emular.
Ahora, con 'teleprompter'
Ahora Trump se prepara para un nuevo asalto, bajo la influencia de Paul Manafort, el influyente abogado que intenta centrarle y que ha desplazado al agresivo Corey Lewandowsky, consultor y lobista de 43 años, oficialmente director de su campaña. Manafort ha sometido a Trump incluso al rigor del 'teleprompter', que tanto ha ridiculizado el candidato al burlarse de sus competidores por su uso claudicante y obediente.
Trump tiene un plan: competir, representar y ganar. Ahora, en la fase de la credibilidad de la representación del voto republicano, va a
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abandonar paulatinamente a sus hooligans y cambiará su discurso pugilístico y provocador por otro más serio y aceptable. Necesita votos, todos los votos moderados y republicanos, y no podrá hacerlo si la mayoría se avergüenza de su candidato.
Paul Manafort, asesor de los dos Bush, padre e hijo, y de John McCain lo ha garantizado: «Pronto vais a ver a un hombre distinto, más profundo, el auténtico Donald Trump». El candidato se vuelve camaleón, en su lenguaje. Con él ha llegado hasta aquí. Con él intentará conseguir el poder. Manafort tiene un plan por el que cree que puede hacer digerible al hueso de Trump, con una historia que contar: el hombre que se moderó y se preparó por su país. Está convencido, mientras, de que Hillary Clinton tiene un suelo inestable. No genera confianza suficiente. Trump puede gustar más o menos (y gustará más, con el paso de la campaña). Pero de Clinton no se fían, ni muchos demócratas. Ahí está la partida: gustar o confiar.
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