EL SEGUNDO SEXO

Beneficios de leer

Decididamente, la vida sin literatura sería un lugar inaguantable

CARE SANTOS

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Permítanme que hoy les cuente un par de batallitas. Hace pocos días pasó por Barcelona mi editor holandés, Koen Van Gulik. Como no nos conocíamos, las personas que propiciaron el encuentro, profesionales del mundo de la edición, decidieron reunirnos en un bar que invitaba a la conversación, frente a unas copas. Aunque cueste creelo, no hay tantas cosas de que hablar con uno de tus editores a otra lengua, más allá de lo bonita que te parece la cubierta o la suerte que le deseas al trabajo conjunto. En fin. Salieron a relucir los temas inevitables. La investidura de Puigdemont  -que estaba teniendo lugar en aquel mismo momento en otro punto de la ciudad-, el independentismo, la lectura que de él se hace en otros países, la postura del Gobierno central. En fin, un aburrimiento lleno de lugares comunes y de frases de manual (que me perdonen los politólogos y los politófilos, pero yo me duermo en este tipo de charlas). Koen expresó su opinión sobre el asunto, los demás le imitamos y poco a poco corrimos el riesgo de adentrarnos en uno de esos silencios terribles que nadie rompe porque todos están ocupados en pensar cómo romperlo.

De pronto alguien, diría que fue Koen, comentó algo de escribir sobre el siglo XIX. Y entonces, en tropel y sin avisar, los rusos llegaron a la conversación. Creo que el primero en aparecer fue Tolstoi. Yo dije que amo más a otros e invité a subir al estrado a Turguéniev, mi favorito. Koen preguntó, desafiante, qué novela. Espeté: Padres e hijos. Entonces él esgrimió a DostoyevskiNoches blancas. La avenida Nevsky de San Petersburgo. ¿Has estado allí?, quiso saber. ¡Por supuesto!, afirmé, con vehemencia de lectora que una vez necesitó pisar los escenarios de sus libros favoritos.

Y eso nos llevó a la estatua de Pushkin, un poco sola siempre, y de nuevo a Dostoyevski. Al genio de un hombre que prefirió escribir a volverse loco. Hablamos de esas vidas que parecen novelas. De Dostoyevski indultado en el último segundo. De Turguéniev enamorado de una mujer casada cuyo marido era su mejor amigo. Hasta que llegó -inevitable- NabokovKoen preguntó cuál era mi novela favorita de todas las suyas. Dije, sin pensar: Pnin. Él atacó: ¡A ti no te gusta Nabokov! ¡Pnin es el menos Nabokov de todos los Nabokov! ¡Pero también Lolita!, me defendí, porque la acusación dolía. ¿Qué se puede esperar de alguien a quien no le gusta Nabokov? ¡Ah!, sonrió Koen. Llegaban los rezagados. ¿Y Chéjov? ¡Chéjov, claro! Por supuesto. Y Leskov. Y Maldestam. Y Bábel. Y los poetas. Queridas Ajmátova y Tsvietáieva. Y así hasta llegar a Dovlatov, a Ulitskaya o a Svetlana Alexievich, que en realidad no es rusa sino ucraniana pero escribe del alma rusa igual que todos los demás. Llevado por el entusiasmo, de pronto mi editor holandés levantó los brazos y los abrió, como en un abrazo, y soltó: ¡Tú no eres escritora! ¡Tú eres lectora! Eso es. Cierto. Lo que soy y la razón de todo. Fue un bonito final.

La segunda anécdota es íntima y ligeramente vergonzosa. Imagínense una tarde cercana a Navidad y a mí con el carrito de un supermercado rebosante de comida. Imagínense que dejan un momento el coche en mitad del paso del aparcamiento subterráneo de un conocido centro comercial y que se les quedan dentro las llaves y el móvil. Imagínense que, para más desgracia, están bloqueando la salida a dos vehículos y que la dueña de uno de ellos debe salir inmediatamente por un asunto médico. Imagínense que llaman a los Mossos d'Esquadra para que le abran la puerta del vehículo pero estos no acuden hasta tres horas más tarde porque, lógicamente, tienen cosas más importantes que hacer que abrir puertas de tarados que se dejaron las llaves dentro y la compra fuera. Imagínense que, en el colmo de las desdichas, todo esto ocurre delante de la máquina validadora del tiquet del aparcamiento, de modo que todos y cada uno de los conductores tienen la ocasión de dedicarle bonitos adjetivos calificativos mientras tratan de pasar.

La cosa tuvo solución, claro, pero necesitamos varias horas y grandes dosis de paciencia. La propietaria del coche bloqueado pasó por todos los estados de ánimo: del enfado a la rabia, la comprensión, la impotencia y la resignación. Cuando ya solo esperábamos a que alguien nos salvara, nos entregamos a la conversación. Resultó tan agradable que llegamos a intercambiar teléfonos. Después de recitar el mío le dije, para que apuntara: Y me llamo Care. Ah, saltó ella, ¿como la escritora? Mi nombre es poco común. Por eso afirmé: «Yo soy la escritora». La señora dio un respingo. La tarde acabó bien para todos.

Fue una suerte que la señora del coche bloqueado fuera una lectora. No mía. Una lectora, a secas. Decididamente, la vida sin literatura sería un lugar inaguantable.

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