Actitud más que color

Asistimos a un conflicto en las altas esferas del partido hegemónico de la izquierda española. Un grupo de antiguos dirigentes, erigidos en barones, quieren seguir cortando el bacalao. Vienen a ser los señoritos del cortijo. Dada su extracción geográfica, ya es eso. A su vez, un aspirante a formar Gobierno de derechas declina la invitación del jefe del Estado si no tiene una cómoda mayoría, como quien rechaza una oferta de supermercado.

Nada se parece tanto a un español de derechas como un español de izquierdas. Es una cuestión de actitud. Las cosas empiezan a cambiar y emergen nuevas opciones (de ahí la irritación de los barones), pero hasta ahora la altivez y la intolerancia han marcado la forma española de estar en el mundo y, pues, de hacer política. Negociar era claudicar; escuchar, rebajarse; cambiar ante argumentos convincentes, rendirse.

Aún es así. Desde el inicio de la restauración democrática, el arco parlamentario catalán ha acogido media docena de partidos relevantes, de los que cinco han llegado al poder ejecutivo. Ello fue repetidamente calificado de guirigay por el inalterable bipartidismo español, que veía desconcierto donde había diversidad. Hoy que, con 30 años de retraso, se tambalea su bipartidismo, no saben hacia dónde mirar.

Les horroriza pactar. Están acostumbrados a las mayorías inclementes. En especial, temen que alguien pueda sectorializar el pretendido monolitismo nacional y, por ende, admitir que haya fracciones mayoritarias donde solo ven minorías reprobables. El color resulta menos relevante que la actitud. Azules y rojos comparten maneras y, de hecho, ideología de fondo: autoritarismo en vez de autoridad. Pactar es indigno, y respetar al oponente, una debilidad. Así perdieron su imperio: al revés de británicos o franceses, no lograron ni un solo acuerdo.