La reacción ante los casos de corrupción en España
Irresponsables y bien vestidos
Debemos exigir responsabilidades políticas porque está en juego la salud moral de la democracia
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SILVIA ALCOBA
La democracia no está al abrigo de las corrupciones, ni los políticos demócratas, de los errores. El sistema se defiende de esos abusos con el derecho, desde luego, y también con la responsabilidad política. Es esta una especie de fusible social con el que se garantiza la salud moral de la democracia.
El problema de la responsabilidad política es que no se sabe muy bien cuándo y cómo y a quiénes debe aplicarse. Ahí están, por ejemplo, los diputados y alcaldes madrileños implicados en el caso Gürtel, que han abandonado temporalmente la militancia y dejado sus cargos, mientras que el presidente de la Generalitat valenciana, Francisco Camps, se exhibe triunfalmente, por no hablar de Federico Trillo, que ve cómo subordinados suyos son condenados por el Yak-42, mientras él se fotografía sonriente con Mariano Rajoy, como si el desdén por la responsabilidad que no asume fuera prueba de que actuó decentemente con los cadáveres del desdichado accidente.
De entrada, la responsabilidad política poco tiene que ver con culpabilidad penal. El filósofo Karl Jaspers se vio obligado, en 1946, a escribir un libro, dirigido a sus paisanos alemanes, para aclararles que las culpas por la segunda guerra mundial no afectaban solo a los dirigentes nazis que luego serían condenados en el juicio de Núremberg. Estos eran, desde luego, grandes delincuentes, pero algo habría que decir de los que callaron o consintieron; algo también de los que formaban parte de un Estado criminal. Habló entonces a la población que hizo su vida en el régimen nazi de la responsabilidad moral, para referirse a los que callaron, y de la responsabilidad política. Sin el silencio o el consentimiento de las masas, Hitler no hubiera llegado adonde llegó; y los alemanes comieron, bebieron, hicieron negocios, disfrutaron de los beneficios y soñaron con el poder y la gloria que les prometía el régimen hitleriano. Unos fueron culpables, y los más, responsables.
En el Código Penal no hay lugar, salvo casos excepcionales, para delitos por no hacer nada, ni por el hecho de nacer en un Estado criminal. El concepto de responsabilidad, empero, sí se hace cargo de esas circunstancias, entendiendo que hay un punto de inmoralidad en el hecho de mirar hacia otro lado o de aprovecharse de los frutos que procura un Estado como el hitleriano. Y ante esa inmoralidad hay que responder; es decir, de esa inmoralidad hay que responsabilizarse con algo de la propia persona, sea pidiendo perdón, sea indemnizando económicamente o renunciando a seguir en cargos públicos desde los que se pudo hacer más de lo que se hizo.
Los casos españoles en los que se plantea la responsabilidad política son, evidentemente, muy diferentes. Aquí estamos hablando de una trama de corrupción o de graves negligencias o de espionajes rocambolescos entre personajes de la misma familia (política). Lo que tienen en común estos episodios nacionales con la situación analizada por el filósofo alemán es la existencia de un espacio de inmoralidad, ocupado por dirigentes que, de momento, escapan a la justicia del derecho penal, pero no encajan con la decencia que caracteriza a la democracia.
En ese espacio de inmoralidad que solo puede sanar la responsabilidad política se juega la superioridad moral del sistema democrático. En efecto, quien asume su responsabilidad y abandona el poder proclama la autoridad de aquellos a los que sirve y a los que su gestión ha defraudado. Con su gesto, está reconociendo la primacía del bien común, al que subordina su proyecto personal y los intereses del partido o del Gobierno al que pertenece. Lo que justifica el ejercicio del poder en democracia es el servicio al pueblo, y cuando esto se malogra, sea por negligencia, por incapacidad o por aprovechamiento, lo que procede es dejar sitio. Esto es, ser responsable.
Decisiva en la asunción de responsabilidades es la finura de la propia conciencia. Demetrio Madrid entendió de inmediato que un presidente de Castilla y León no podía ser un imputado y por eso presentó la dimisión, aunque fuera luego absuelto. Federico Trillo está hecho manifiestamente de otra pasta y no le conmueve ni siquiera la condena de militares a sus órdenes, que, como bien se sabe, van por libre.
Pero, aunque sea decisiva la conciencia de cada cual, los demás estamos obligados a exigir esa responsabilidad, porque ahí se juega la salud moral de la democracia. Resulta lacerante el desparpajo con que los dirigentes políticos tratan a los jueces de inquisidores del siglo XXI, y a los periodistas, de delincuentes, mientras esperan que el triunfo en las urnas traiga bajo el brazo una absolución electoral de los Francisco Camps, Carlos Fabra e tutti quanti.
Si solo estuviera en juego el triunfo electoral, no habría razón para el sobresalto. Ya nos hemos familiarizado con los excesos retóricos de unos y otros. Pero el problema es el fusible moral de la democracia, que parece estar fundido en algunos dirigentes. Rebajar los 20.000 euros que cuestan los trajes hechos a medida por el sastre José Tomás a la categoría de regalitos-al-señorito es una burla a cualquiera de esos parados que tanto juego dieron a Jaime Mayor Oreja, cabeza de cartel del Partido Popular en las elecciones al Parlamento Europeo, en el debate con el socialista Juan Fernando López Aguilar. También aquí el rey va desnudo, aunque vaya cubierto con trajes de muchos euros.
*Filósofo e investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas
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