Reinas en la corte, súbditas en la vida

Las escritoras Cristina Morató y Jung Chang retratan en sendos libros las zozobras de reinas y emperatrices que gobernaron la vida de los demás sin poder gobernar las suyas

Cixí

Cixí / periodico

IMMA MUÑOZ

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La mujer que gobernó el destino de millones de chinos no pudo gobernar jamás el suyo propio. La mujer que abatió las puertas de China, que la abrió a la prosperidad y la modernidad, vivía recluida en la anquilosada Ciudad Prohibida. La mujer a la que tantos hombres obedecieron ni siquiera podía darles las órdenes mirándolos a los ojos: tenía que hacerlo detrás de un biombo amarillo. Esta mujer pasó a la posteridad como Cixí, y su historia, enmarcada en la China del siglo XIX, está muy lejos, y a la vez muy cerca, de la de muchas de las mujeres que han cohabitado con el poder.

Hasta 1852, la mujer a la que la lingüista y escritora china Jung Chang ha dedicado el libro 'Cixí, la emperatriz' (Taurus) no tuvo nombre. O, más exactamente, no tuvo un nombre que haya quedado registrado en ningún lugar. Se cree que cuando vivía con sus padres, en el seno de una familia manchú que trabajaba para el Gobierno, podía llamarse Lan (que significa magnolia u orquídea) o Xing (almendra). Pero su nombre no queda plasmado en un papel hasta que en 1852 entró en la corte del emperador Xianfeng, tras una audiencia convocada para elegir concubinas.

Eran llamadas a presentarse las adolescentes manchús o mongolas (las pertenecientes a la etnia han quedaban excluidas) de buena familia, y ella cumplía los requisitos. Aunque no era excesivamente bella, tenía elegancia, aplomo, unos ojos grandes y vivos que sabía manejar para lanzar el mensaje oportuno, y una inteligencia natural. Logró su objetivo de seducir al emperador y el 26 de junio de 1852 entró en la corte. Allí la llamaban Lan, pero como a ella no le gustaba nada ese nombre, pidió al emperador que se lo cambiaran. Fue rebautizada como Cixí (o Tzu Hsi), que significa "bondadosa y alegre".

Costumbres medievales

La China en la que vivió Cixí llevaba 200 años en manos de la dinastía Qing. Pertenecían a la etnia manchú, que se había impuesto a la han. En esos dos siglos en el poder, apenas había cambiado nada: los sucesivos emperadores vivían entre los muros de la Ciudad Prohibida, completamente ajenos a la realidad de su pueblo, al que sometían a condiciones de vida y trabajo propias de la Edad Media. Hombres y mujeres, por ejemplo, no podían ir juntos por la calle, y estas debían someterse al varón en todo momento y, si eran han, soportar torturas como la de llevar los pies vendados para evitar que crecieran más de lo que se consideraba apropiado para una mujer.

Cixí tuvo la suerte de ser educada como un hombre. La mayor de cinco hermanos, su padre, un alto funcionario, confió siempre en su inteligencia y pragmatismo, y habló con ella de todos los temas (muchos vetados a las mujeres) y la consultó en las decisiones familiares. La joven jamás pensó, ni le hicieron pensar, que no podría hacer lo mismo que un hombre. Esa confianza en sí misma la llevó hasta la corte, primero, y a la cima de su país, después, pero a punto estuvo de acabar con su vida en su primer año como concubina.

El imperio había estallado en múltiples revueltas que estaban desangrando sus arcas y ponían en peligro a la dinastía reinante, así que a Cixí, acostumbrada a que sus opiniones fueran apreciadas y tenidas en cuenta, se le ocurrió comentarle al emperador la solución que había ideado. La respuesta no fue, en absoluto, la que ella esperaba: a Xianfeng y su corte les pareció intolerable que una mujer se inmiscuyera en asuntos de Estado. El emperador llegó a extender un edicto en el que ordenaba que, si algún día él faltaba y Cixí intentaba intervenir en la política del Estado, fuera, literalmente, "exterminada". Afortunadamente para Cixí, puso ese edicto en manos de la emperatrizZhen, una mujer valiente y sensata que eliminó el documento y tomó a Cixí bajo su protección.

La joven también extrajo una lección de todo ello: si quería sobrevivir en ese entorno debía aprender a mantener la boca cerrada. Compartía con el emperador la afición por la pintura y, sobre todo, la ópera, y en esos campos sus conocimientos sí eran valorados. Poco a poco fue ganándose su favor y consiguió escalar posiciones entre las concubinas del emperador, hasta situarse la quinta, lo que la sacaba del grupo inferior para darle una posición preeminente. Y entonces la naturaleza se alió con ella para cambiar su destino: el 27 de abril de 1856 dio a luz al primer hijo varón del emperador.

Un ingenioso plan

El nacimiento del heredero encumbró a Cixí en la corte. Entre las mujeres, tan solo la emperatriz Zhen estaba por encima de ella. Y no era su enemiga, sino su aliada, aunque una aliada con tan poco poder para influir en la política del emperador como ella. Al poco de nacer el sucesor, Francia y Gran Bretaña, que llevaban años con los ojos puestos en el vasto y rico territorio de China, declararon la guerra al país e impusieron la superioridad de sus ejércitos sobre la obsoleta armada china. Rápidamente alcanzaron Pekín, y la familia imperial tuvo que exiliarse en el norte del país. Allí murió Xianfeng en 1861.

El emperador creía que lo había dejado todo atado y bien atado para evitar que sus mujeres manejaran los destinos del imperio, al dejar estipulado que un consejo de ocho regentes gobernara hasta que su hijo tuviera edad suficiente para hacerlo, pero no contaba con la inteligencia y la determinación de ambas. Cixí ideó un plan para hacerse con el control: convenció a los regentes para que aceptaran que cualquier documento oficial –dado que el nuevo emperador apenas tenía 5 años y, por tanto, no podía rubricar su validez con tinta roja y de su puño y letra, como se había hecho siempre– tuviera que llevar dos sellos que el emperador fallecido había legado a su hijo y que custodiaban ella y la emperatriz Zhen. Lo que presentó ante los regentes como una mera formalidad dio a las dos mujeres, en la práctica, la potestad para vetar leyes y obligar al consejo a negociar con ellas cualquier medida que quisiera llevar a cabo.

Exhaustiva investigación

"He dedicado seis años a este libro, la mayor parte de ellos de exhaustiva investigación, porque me fascinó la figura de Cixí. Me maravillaba cómo una mujer que no podía entrevistarse cara a cara con los funcionarios de la corte, que tenía que hacerlo sentada tras un biombo amarillo, había sido capaz de imponerse a su inmovilismo y modernizar China como lo hizo. Y esto es lo más extraordinario: alcanzó el poder mediante un golpe de Estado incruento [murieron solo tres de los regentes] y logró librarse de los hombres que había designado el emperador para gobernar. Y todo con la complicidad de la emperatriz. Lejos de la idea tan extendida de que las mujeres, y más aún en un harén, compiten siempre entre ellas, Cixí y Zhen fueron amigas y camaradas, y hasta se enfrentaron a la posibilidad de ser condenadas a la terrible muerte por mil cortes (la tradicional en aquel momento en China) para demostrar que ellas, juntas, podían gobernar mejor que los hombres a los que el emperador había designado. Y lo demostraron: Cixí puso fin a las guerras, aportó cierta prosperidad al país, acabó con tradiciones absurdas y actuó como una política moderna".

Pese a la relevancia de esta figura, concretada en los logros que explica Jung Chang, en Occidente apenas se conoce la existencia de Cixí y en China la imagen que se tiene de ella no es, precisamente, positiva. "Cuando la emperatriz Cixí murió, en 1908, los gobernantes que la sucedieron quisieron transmitir la idea de que era una persona incompetente y muy conservadora, para así arrogarse el mérito de la modernización de China", justifica la biógrafa. La caída de la dinastía Qing, en 1912 y el establecimiento de una república, que se convertiría en comunista en 1949, tampoco sirvieron para mejorar el retrato que se hacía de Cixí. "En los medios de comunicación chinos se ha hablado y se sigue hablando a menudo de ella, pero siempre siguiendo la línea de propaganda del partido, en contra de su figura", afirma la escritora.

Persona no grata para el Gobierno chino

Ella misma sabe lo potente que es esa voz oficial. Jung Chang, que nació en Sichuan en 1952, vive fuera de China desde 1978. En esa fecha se trasladó al Reino Unido para estudiar y fue la primera ciudadana de la República Popular China en recibir el doctorado de una universidad británica: el de Lingüística por la Universidad de York. Cada vez más lejos del régimen comunista, la publicación de 'Cisnes salvajes', la historia autobiográfica de tres generaciones de mujeres que luchan por sobrevivir en China desde 1920 hasta los años 60, y, sobre todo, de una muy crítica biografía de Mao, escrita junto con su marido, el historiador británico John Halliday, la han convertido en persona no grata para el Gobierno chino, con el que ha llegado a un acuerdo que le permite pisar el país una vez al año.

"Mi madre es ya octogenaria y está delicada de salud, así que me dejan entrar a China a verla con la condición de que no hable con la prensa, no acuda a reuniones ni actos de carácter político e incluso de que no vea a muchos de mis amigos. Mis libros están prohibidos en China. Hay versiones pirata y copias que circulan por internet, pero el control de la red es muy duro y los censores borran cualquier cosa que se escriba sobre mí en chino", lamenta.

Les gustaría poder borrarla o manchar su nombre como hicieron con el de Cixí, destacando sus intrigas palaciegas y sus actos de crueldad, que los hubo, y muchos, en su medio siglo de reinado en la sombra. En ese medio siglo abolió castigos como la muerte por los mil cortes, reformó la educación, impulsó la construcción del ferrocarril y la red eléctrica y auspició la redacción de la primera Constitución china, que recogía la libertad de prensa y ponía las bases para una democracia parlamentaria inspirada en el modelo inglés. Con gran amplitud de miras y un gran sentido de la diplomacia convirtió a China en la gran aliada comercial de las potencias de Occidente, y evitó así que se lanzaran a repartírsela y colonizarla como habían hecho con buena parte del mundo.

Y todo eso lo hizo Cixí detrás de su biombo amarillo, sin cruzar jamás las puertas de la Ciudad Prohibida y entre suspiros de desamor. A punto de cumplir los 30, la concubina se enamoró de uno de sus eunucos, que fue decapitado. La mujer que había obrado el milagro chino no pudo hacer nada por él. Y tampoco, esclava del poder como era, como han sido tantas emperatrices y reinas, por ella misma. 

OTRAS 'REINAS MALDITAS'

La periodista y escritora Cristina Morató ha relatado en un libro que lleva ese elocuente título la vida de otras mandatarias a las que el contacto con el poder pasó una grave factura personal.  

Emperatriz Sissí

Isabel de Baviera, emperatriz de Austria, tenía poco en común con la Sissí que dibujó Romy Schneider para el cine en 1956: los tirabuzones, el talle de avispa y el amor por Hungría, lugar que prefería mil veces a la encopetada y viperina corte vienesa en la que sus gorgoritos tiroleses languidecían. Como en el filme, su primo Francisco José, el emperador, la amaba con locura, solo que en la vida real no tuvo los arrestos de enfrentarse a su castradora madre y la acabó perdiendo. Entre su desubicación y la pena por la muerte de su hija, Sissí cayó en la anorexia y la bulimia, se obsesionó por su aspecto y por el deporte, y se convirtió en una excéntrica de cuidado. Murió en 1898 en Ginebra a manos de un anarquista italiano.

Alexandra Romanov

La trágica muerte de los Romanov, asesinados por bolcheviques el 6 de julio de 1918 en el lúgubre sótano de la casa de Ekaterinburgo donde estaban recluidos, ha dado un notable rendimiento al cine y la literatura. Ese final sangriento eclipsa la historia de amor del matrimonio que formaban Alexandra (de soltera, princesa Alix de Hesse) y Nicolás, los últimos zares, que lucharon contra los elementos para poder estar juntos. Ella tuvo que superar la oposición de su abuela, la reina Victoria de Inglaterra, que consideraba a los Romanov una dinastía de quinta. Tampoco ellos estaban entusiasmados con la idea de que una princesa alemana con tendencias austeras se colara en su mundo de boato. Contra todo y contra todos, lo lograron. Pero la mala salud de sus hijos y la Revolución rusa les aguaron pronto la fiesta.

Eugenia de Montijo

La mujer del pasodoble ("Eugenia de Montijo / hazme con tu amor feliz. / A cambio, voy a hacerte / de mi Francia emperatriz", se cantaba en la España de posguerra) nació en Granada en 1826, hija de un grande de España, y fue a parar a Francia para formarse y, según algunos, para hacer una buena boda. Y la hizo: en 1849 conoció en una recepción a Napoleón III, entonces presidente de la república, y se casó con él en 1853. Pese a que desde niña había soñado con una boda como aquella y vivía su enlace casi como una misión, no fue feliz precisamente: entre el desprecio de los Bonaparte y las infidelidades del rey, se sintió humillada más de una vez. Y el estallido de la revolución que devolvió la república a Francia, en 1870, tras el Segundo Imperio, la condenó al exilio.

Cristina de Suecia

Cuando murió, el 19 de abril de 1689, a los 63 años, todos los que la habían tratado en algún momento coincidieron en cuál sería el epitafio perfecto para ella: “He nacido libre, he vivido libre y moriré libre”. Ese fue el lema que la ayudó a vivir en una época que no era fácil para las mujeres como ella, por más que en la cabeza lucieran corona. Cristina de Suecia tenía una cosa muy clara: no se pensaba casar y mucho menos tener hijos. Tal vez porque la mayor pasión de su vida la vivió con la cortesana Ebba Sparre. O tal vez porque el rechazo de su madre, que siempre quiso un varón y la despreció “por fea”, la convirtió en una persona muy inestable. Coronada en 1632, con solo 6 años, abdicó en 1654 para vivir a su aire, aunque se pasó el resto de su vida suspirando por el trono.

María Antonieta

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La esposa de Luis XVI ha pasado a la historia como máximo exponente del gusto por el lujo y la frivolidad, la desigualdad social y la bobaliconería. A ella se atribuye la frase: "Si el pueblo no tiene pan... ¡pues que coma pasteles!". Y no. En el retrato que hace Cristina Morató, como en el que hacía Sofía Coppola, hay más de la desazón de una niña de 15 años que cae en Versalles para casarse con el Delfín de Francia y se encuentra con un mundo a años luz del suyo (la austera corte de María Teresa de Habsburgo), que de la reina boba que va de fiesta en fiesta. Al final, y tras ver cómo para ella la maternidad fue una experiencia transformadora, el lector desearía que no la hubieran decapitado aquel 16 de octubre de 1793.