ENSAYO

La pasión por la ópera

Gerard Mortier, director del Teatro Real, diagnostica los males que hoy aquejan a este género teatral y propone recetas para asegurar su futuro

ROSA MASSAGUÉ

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Nadie diría que en Gerard Mortier (Gante, Bélgica, 1943), bajo sus modales exquisitos y su aspecto siempre atildado, bulle una pasión incontenible y altamente contagiosa. La ópera. EnDramaturgia de una pasiónexplica este enamoramiento que ha sido el motor de su vida desde que a los 12 años descubrióLa flauta mágicay al que ha dedicado con gran éxito, y más de un disgusto, 30 años de su carrera profesional. El libro es su manifiesto artístico con el que diagnostica la enfermedad que hoy padece la ópera y ofrece la receta que permitirá asegurar su futuro.

La ópera se debate entre la tradición y la innovación, pero es un debate de vuelo gallináceo que queda circunscrito al mayor o menor atrevimiento en las puestas en escena. Mortier, por el contrario, vuela alto.

LOS PELIGROS // Entre los males que detecta, anotados con una prosa clara y precisa, están las programaciones incoherentes, la escasa atención a la ópera del siglo XX (solo el 15% de lo que se programa) y la dictadura de las discográficas sobre dichas programaciones y sobre los artistas. Ve un peligro de esclerosis en la desafección por la nueva creación, en la constante relectura del repertorio existente y en el redescubrimiento del repertorio barroco. Le preocupa aquel público, obstinado «en su reticencia», que «prefiere volver a verToscapor vigésima vez a descubrirEl caso Makropoulos».

La receta que propone incluye asumir riesgos, sacudir rutinas, exigir profesionalidad y defender el carácter político del teatro, no en un sentido ideológico sino como un compromiso ante una sociedad mediática «que reemplaza los valores por las modas». El teatro, dice Mortier, «no debe chocar, pero nos debe zarandear en nuestros hábitos cotidianos, en nuestros conformismos».Y dado que la ópera se ha convertido en un teatro público altamente subvencionado, debe desempeñar su papel como servicio público, debe ser «un motor de humanismo».

Mortier sabe que su fórmula, aunque no es fácil, funciona. Cuando fue director de La Monnaie y empezó a poner en práctica su credo, los abonados del teatro bruselense pasaron de 2.000 a 14.000 en 10 años. En Salzburgo, consiguió revolucionar un festival que había caído en el anquilosamiento tras la larga y férrea dictadura de Herbert von Karajan. Ahora, como director del Teatro Real de Madrid y ya en la primera obra programada,Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny, de Kurt Weil, logró acallar a quienes temían lo que calificaban de «ladrillos».