La patada de Valentino Rossi no solo fue física, no solo la recibió Marc Márquez y no solo sucedió en aquellas milésimas de segundo. La patada es la que sentimos los muchos que admirábamos, disfrutábamos y sentíamos al italiano tan nuestro como si hubiera nacido en nuestro país, ciudad, pueblo o barrio. Una patada que durará siempre en el corazón y en la mente de los aficionados al motociclismo y, especialmente, en los aficionados a Rossi. He visto la acción una y otra vez y no dejo de preguntarme: ¿qué le pasó por la cabeza? La adrenalina, la competitividad y la tensión del momento pueden jugar malas pasadas, pero no es justificable en ningún caso actuar de modo tan irrespetuoso ya la vez tan temerario y peligroso para un rival. No valoraré en profundidad la sanción, la encuentro irrisoria y basta. Al fin y al cabo, se cumple y queda atrás. Lo que no se irá nunca de la memoria colectiva será ese maldito momento en que un italiano admirado por todos, que hacía disfrutar a la gente y considerado uno de los mitos del motor, se equivocó tanto.
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